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De acuerdo con la primera explicación, la Tierra estaría girando sobre su eje cada vez más rápido de modo que los días serían cada vez más cortos. Podría ser también que la velocidad de nuestro planeta alrededor del Sol esté creciendo continuamente y con esto los años durarían cada vez menos.
Estaríamos quizá de acuerdo que la primera explicación no es convincente, pues la velocidad de rotación de la Tierra está en realidad decreciendo de forma continua, lo mismo que su periodo orbital alrededor del Sol en la medida en que se aleja del mismo -esto último debido a que el Sol pierde masa por la energía que emite y por tanto disminuye su fuerza de atracción sobre la Tierra-. Por lo demás, ambos efectos son extremadamente pequeños y no serían apreciables en el curso de una vida: la duración del día apenas ha cambiado 1.7 milésimas de segundo en los últimos cien años y la Tierra se aleja del Sol solamente unos 1.5 centímetros por año. Así, no habría causas astronómicas que expliquen nuestra percepción de acortamiento del tiempo, la cual debe ser por tanto solamente una ilusión.
En este punto cabe preguntarse sobre el mecanismo por el cual se producía dicha ilusión. Una respuesta la encontramos en un artículo aparecido esta semana en la revista “European Review”, publicado por Adrian Bejan de la Universidad Duke en los Estados Unidos. En dicho artículo, Bejan analiza el mecanismo por el cual percibimos el transcurrir del tiempo y llega a la conclusión que, en la medida en que envejecemos, perdemos la capacidad para procesar los estímulos que recibimos del mundo a través de los sentidos y que esto conlleva una percepción de aceleración temporal.
Esto último, que pareciera contraintuitivo a primera vista, es explicado por Bejan de la siguiente manera. Percibimos el tiempo por los estímulos que recibimos a través de los sentidos, tales como las imágenes del mundo que captamos a través de los ojos y que son posteriormente enviadas al cerebro por los conductos nerviosos. Por otro lado, un cambio en el tiempo es percibido por la mente cuando las imágenes registradas por el cerebro cambian. La longitud de un intervalo de tiempo que percibe la mente está así determinada por el número de imágenes que recibe el cerebro a lo largo de dicho intervalo.
Los ojos adquieren la información visual mediante movimientos rápidos que fijan la vista en puntos determinados. Una vez que una imagen es captada por los ojos, es enviada al cerebro para su procesado. En la medida en que envejecemos, sin embargo, perdemos capacidad para llevar a cabo estas funciones. Por un lado, disminuye la velocidad con que los ojos pueden generar imágenes; por el otro, crece la longitud por la que tienen que viajar los impulsos nerviosos desde el órgano sensor hasta el cerebro, al mismo tiempo que disminuye la velocidad con la que viajan los impulsos por los canales nerviosos. Como resultado, a lo largo de la vida disminuye el número de imágenes percibidas por la mente en un tiempo dado.
Bejan resume lo anterior como sigue. Hace notar primeramente que una mayor parte de las imágenes que recordamos deberían ser de nuestra juventud. Concluye también que la velocidad del tiempo percibida por la mente humana debería incrementarse a lo largo de la vida, pues el tiempo medido por un reloj físico entre imágenes mentales sucesivas se incrementa con la edad.
La percepción de que el tiempo “vuela” en la edad avanzada es entonces explicado por el deterioro que sufrimos en la medida en que envejecemos en nuestras capacidades para adquirir y procesar la información que recibimos del mundo a través de los sentidos. Como consecuencia de dicho deterioro, existe un desacople cambiante a lo largo de la vida entre el tiempo físico -medido por los relojes- y el tiempo subjetivo percibido por nuestra mente.
Desafortunadamente, poco podemos hacer por el momento para aminorar o revertir el deterioro de nuestras capacidades sensoriales. No obstante, si todo fuera cuestión del número de imágenes percibidas por el cerebro como lo afirma Bejan, lo que sí posiblemente podríamos hacer es mantener a nuestros sentidos y a nuestro cerebro en el máximo posible estado de ocupación, abrumándolos con imágenes y experiencias novedosas; tal como hicimos en nuestra juventud. Para tal fin, tendríamos que evitar en lo posible actividades repetitivas y poco novedosas que no nos dejen impresiones duraderas. Alargaríamos así nuestra percepción del tiempo, que haríamos “volar” -esperaríamos- a una velocidad menor.
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San Luis Potosí
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