El primer laboratorio científico de la historia

México y Japón: caminos divergentes



El 8 de julio de 1853 cuatro barcos de guerra estadounidenses al mando del comodoro Mathew C. Perry anclaron en la bahía de Edo (actual Tokio); el propósito: obligar al Japón a abrirse al comercio con los Estados Unidos. Por dos siglos Japón había rehusado el contacto con occidente, con la única excepción de Holanda, país con el que mantenía un intercambio limitado a través del puerto de Nagasaki en el sur del país. Los cañones de los barcos de Perry fueron, sin embargo, lo suficientemente convincentes para que Japón aceptara un tratado comercial con los Estados Unidos, mismo que firmó el 31 de marzo de 1854.

Japón fue forzado por los estadounidenses debido a su gran atraso en tecnología militar en comparación con Occidente producto de su política aislacionista de dos siglos. Con gran sentido práctico, en respuesta, los japoneses se dieron a la tarea de poner remedio a la situación. El resultado de sus esfuerzos, como es bien conocido, fue sorprendente y Japón es ahora, a poco más de 150 años de la llegada de Mathew C. Perry a sus costas, una de las potencias tecnológicas del Mundo.

La estrategia seguida por Japón para alcanzar tecnológicamente a Occidente fue sorprendentemente simple: contrataron a profesores visitantes en Europa y los Estados Unidos para que le enseñaran lo que no sabían, al mismo tiempo que enviaron a grupos de estudiantes al extranjero a capacitarse en las tecnologías que les interesaba introducir al país. El plan fue tomado tan en serio que en 1874 el Ministerio de Industria japonés empleó más del 30% de su presupuesto en pagar profesores extranjeros.

Llevaron también a cabo una reforma educativa a todos niveles, creando el llamado sistema de universidades imperiales a fin de educar a los líderes que necesitaban. La primera universidad imperial fue la Universidad de Tokio, fundada en 1886, con departamentos de Química, Matemáticas, Física y Astronomía, Biología, Ingeniería, y Geología y Minas. Le siguieron las universidades de Kyoto (1897), Tohoku (1907), Kyushu (1910) y Hokkaido (1918). El avance del Japón fue tan vertiginoso que en el año de 1905 derrotó militarmente a Rusia, una de las potencias europeas de la época.

Comparar las historias de México y Japón en los últimos 150 años resulta tentador. Ambos países no solamente sufrieron a mediados del siglo XIX intervenciones por parte de los Estados Unidos -circunstancialmente, Mathew C. Perry participó en el bombardeo de Veracruz durante la guerra entre México y los Estados Unidos en 1847, además de que estuvo al mando de ataques a varias ciudades mexicanas en la costa del Golfo de México en ese mismo año-, sino que en esa época los dos países estaban en una situación de gran atraso tecnológico con respecto a las potencias económicas contemporáneas. En contraste con Japón, sin embargo, México no tuvo la suficiente claridad -o los recursos y condiciones adecuadas- para entender el papel que la educación y la tecnología tendrían en el desarrollo de un país en los años entonces por venir.

Con la ley de Instrucción Pública emitida por el Presidente Juárez en 1868, México ciertamente se embarcó en la segunda mitad del siglo XIX en una reforma educativa. Dicha reforma, no obstante, estuvo muy lejos de alcanzar el éxito de la japonesa. Por un lado, la educación profesional en México estuvo a cargo de escuelas en la Ciudad de México y de institutos creados por los gobiernos, y no fue sino hasta el siglo XX que se crearon las universidades públicas mexicanas de una manera un tanto tardía. Por otro lado, en una situación que en gran medida subsiste a la fecha, fue muy difícil establecer una conexión universidad-industria.

Los caminos seguidos por México y Japón desde mediados del siglo XIX, si bien partieron de puntos con cierto grado de similitud, han sido violentamente divergentes en cuanto a desarrollo científico y tecnológico. Baste citar algunas estadísticas. Por ejemplo, según el Ministerio de Educación de Japón, ese país cuenta actualmente con alrededor de 700,000 investigadores científicos; en nuestro país, de acuerdo al Sistema Nacional de Investigadores, este número es 15,000. En otro ejemplo, todavía más contrastante, según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual el número de patentes concedidas por Japón a personas radicadas en ese país fue alrededor de 145,000 en 2007; en México, el número correspondiente es 201.

En las últimas décadas México ha reconocido la importancia de la ciencia y la tecnología para el desarrollo económico de país y a partir de la década de los setentas en el siglo pasado se está dando impulso a la educación de postgrado y a la investigación científica por parte del Gobierno Federal. También, a partir de 1971 con la creación del CONACYT, se ha apoyado un programa de becas para estudios de postgrado tanto en México como en el extranjero, tal como lo hiciera Japón en el siglo XIX. Esto es ciertamente loable, aunque resulta de lamentar que nos hayamos tardado un siglo en reaccionar. No obstante, y por supuesto, más vale tarde que nunca.

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