El primer laboratorio científico de la historia

Perón y la bomba H



El 1 de noviembre de 1952 los Estados Unidos hicieron estallar la primera bomba de hidrógeno jamás construida -la bomba H, como fue entonces conocida- en el atolón de Eniwetok en el Océano Pacífico sur. La explosión, equivalente a 10 millones de toneladas de TNT, arrasó la pequeña isla de Elugelab en dicho atolón, dejando un cráter de 2 kilómetros de diámetro y una profundidad de 50 metros. Años antes, el 16 de julio de 1945, la primera explosión nuclear de la historia se realizó en el desierto de Nuevo México. El poder de destrucción de esta primera bomba nuclear –conocida como bomba A- fue, sin embargo, mucho menor que el poder de la bomba de Elugelab. De hecho, ambas eran de naturaleza diferente: la bomba A se basaba en la fisión de átomos de uranio o plutonio, mientras que la bomba H obtenía su energía mediante la fusión de átomos de hidrógeno.

La bomba A fue desarrollada por los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y usada sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. En los años subsecuentes, en el marco de la Guerra Fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética se lanzaron a una carrera armamentista que llevó no solamente al desarrollo de la bomba H por ambos países, sino también de otras armas de sofisticación creciente.

En este clima de enfrentamiento entre las dos superpotencias, el 24 de marzo de 1951 Juan Domingo Perón, Presidente de la Argentina, anunció en una conferencia de prensa que su país había conseguido realizar una reacción termonuclear por fusión bajo condiciones controladas. Aunque Perón hizo énfasis en usos pacíficos de la energía nuclear, quedó claro que los experimentos reportados ponían a la Argentina en posibilidad de fabricar una bomba H. Lo anunciado por el presidente argentino resulta sorprendente si consideramos que en el momento en que se dio, la energía atómica por fusión estaba todavía en fase de investigación. Como resultó a la postre, sin embargo, lo afirmado por Perón no tenía ningún sustento objetivo y el supuesto desarrollo nuclear argentino resultó un fiasco.

La historia de la bomba nuclear argentina se inició con el arribo a Buenos Aires del físico austriaco Ronald Richter en agosto de 1948. Richter venía recomendado por el prestigiado ingeniero aeronáutico alemán Kurt Tank, quién trabajaba en la Argentina desde 1947 después de dejar su país natal. Gracias a esta recomendación, Richter pronto tuvo acceso a Perón, quién quedó impresionado por las posibilidades que aquel le planteó en el sentido de desarrollar en la Argentina la energía nuclear por fusión –todavía no demostrada-, como una alternativa de bajo costo a la fisión nuclear, tecnología que ya era del dominio de los Estados Unidos. Lo que siguió está relatado en el libro “El secreto atómico de Huemul” del físico argentino Mario Mariscotti.

Decir que Perón quedó impresionado por Richter es decir muy poco. En realidad recibió un impacto tan fuerte que de inmediato lo contrató y puso a su disposición todo lo necesario para llevar a cabo su proyecto nuclear. El apoyo de Perón llegó al extremo de construir para Richter instalaciones de gran magnitud en la isla de Huemul, en el lago Nahuel Huapi en la Patagonia argentina, quedando la isla en algún momento bajo la autoridad del austriaco como representante de Perón. Se construyó un “reactor nuclear” de hormigón de 12 metros de altura, un diámetro de 12 metros y paredes de 4 metros de espesor, el cual fue, sin embargo, posteriormente demolido por órdenes de Richter con el argumento de que tenía una fisura de 50 cm de largo y unos pocos centímetros de ancho y de profundidad. Para sustituirlo, Richter ordenó la construcción de una instalación similar, pero ahora enterrada en la roca viva. Todo lo que demandó Richter en contratación de personal y compra de equipo científico le fue concedido. Tuvo, además, a su disposición aviones oficiales para traer del extranjero, con la máxima celeridad, cualquier pieza de equipo o material que considerara necesario e introducirlo de contrabando a la Argentina.

Al final, sin embargo, todos los recursos invertidos en el proyecto se fueron a la basura, pues Ronald Richter resultó ser un farsante que tomó ventaja de la disposición de Perón a creer todo lo que viniera de un físico de tradición alemana. Aunque, como todos los farsantes de éxito, Richter era una persona inteligente y estaba al tanto de la investigación en física nuclear entonces en boga, sus planteamientos estaban equivocados y sus experimentos de ninguna manera podrían dar origen a una reacción nuclear, como lo demostró en su momento el físico argentino José Antonio Balseiro. De hecho, lo único que generaba el “reactor nuclear” de Richter eran unas chispas enormes, que quizá pudieran impresionar a un lego en la materia, pero que estaban muy lejos de producir la temperatura necesaria para lograr que dos átomos se fusionaran. Richter terminó siendo desenmascarado y removido del proyecto nuclear argentino. Perón, por su parte, quedó en ridículo y con algunos pesos de menos.

Una enseñanza que podríamos extraer del episodio de Perón y Richter es que en países como el nuestro, en donde la ciencia ocupa un lugar secundario, la única defensa contra posibles farsantes del estilo de Ronald Richter, que aún hoy en día pudieran andar por ahí, es precisamente construir una sólida tradición científica.

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