El primer laboratorio científico de la historia

El alunizaje 40 años después



El pasado 20 de julio, como fue ampliamente difundido por los medios escritos y electrónicos, se cumplieron 40 años del arribo de los primeros seres humanos a la superficie de la Luna. El acontecimiento coronó el ofrecimiento del Presidente John F. Kennedy, hecho ante el Congreso de los Estados Unidos el 25 de mayo de 1961, de hacer llegar un hombre a nuestro satélite antes de finalizar la década. Poner un hombre en la Luna constituyó una empresa tecnológica de gran magnitud, que dio una medida del poderío tecnológico de los Estados Unidos.

Es ampliamente aceptado que una de las motivaciones del Presidente Kennedy para anunciar los planes del gobierno de llegar a la Luna, fue el atraso de los Estados Unidos en la carrera espacial con la Unión Soviética. La URSS puso en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957, y con ello se adelantó a los Estados Unidos y asestó un fuerte golpe en el ánimo del público norteamericano. La aparente desventaja tecnológica de los Estados Unidos fue percibida, en el marco de la Guerra, como una seria amenaza para la seguridad nacional. Un mes después, la inquietud pública aumentó aún más cuando fue puesto en órbita el Sputnik 2 con un pasajero a bordo: la perra Laika, que sobrevivió algunas horas en el espacio.

El shock norteamericano llegó a un nuevo nivel cuando el cohete Vanguard, que debía poner en órbita al primer satélite artificial norteamericano, explotó durante su lanzamiento el 6 de diciembre de 1957. La prensa norteamericana, más allá de la alarma, reaccionó con sarcasmo. En su edición del 16 de diciembre de 1957 la revista Time escribió: “Después de que el agua y el dióxido de carbono liberados por los extinguidores automáticos apagaron el fuego, los atribulados operadores del cohete encontraron al único sobreviviente: el diminuto satélite norteamericano, intacto, arrojado desde la nariz del cohete, radiando las señales que se suponía emitiría desde el espacio. El Sputnik norteamericano emitía desde el suelo la frecuencia correcta: 108 megaciclos”.

El primer satélite norteamericano, el Explorer I, competencia del Vanguard, fue puesto en órbita el 31 de enero de 1958, seguido del Vanguard 1 el 17 de marzo de ese mismo año. Había, no obstante, una gran disparidad de peso entre los satélites norteamericanos y los soviéticos: el Explorer 1 pesaba 14 kg, mientras que el Vanguard 1 solamente 1.4 kg, en comparación con la media tonelada del Sputnik 2. Esta disparidad de pesos motivó que Nikita Kruschev se refiriera de manera sarcástica al Vanguard 1 como el “satélite toronja”. Al final, sin embargo, lo norteamericanos superaron ampliamente a los soviéticos en la carrera espacial, al menos en el ánimo de la opinión pública, con el arribo de los astronautas del Apolo 11 a la Luna.

El lanzamiento del Sputnik tuvo también un impacto considerable en el sistema educativo norteamericano. En la década de los cincuentas el sistema de enseñanza de las ciencias y las matemáticas en los Estados Unidos estaba bajo presión. Se afirmaba que los jóvenes norteamericanos no estaban siendo adecuadamente educados en estas materias, que se percibían como fundamentales para el progreso del país. En este clima de críticas, la puesta en órbita del Sputnik aceleró el desarrollo de nuevos planes de estudio en ciencias y matemáticas con el apoyo de varias agencias gubernamentales, y produjo lo que se conoce como la reforma educativa de la “Era post Sputnik”. Participaron en esta tarea, de manera prominente, destacados investigadores y profesores universitarios, que desarrollaron textos innovadores para la enseñanza de las ciencias y las matemáticas.

Podría pensarse que los éxitos del proyecto Apolo, con todo su glamour y fuerte difusión mediática, aunado a los nuevos planes de enseñanza de las ciencias y las matemáticas diseñados por profesionales de la investigación científica, constituyeron un poderoso incentivo para que los jóvenes norteamericanos escogieran carreras profesionales en campos científicos y tecnológicos. Éste, sin embargo, no fue el caso y, por el contrario, después del proyecto Apolo se observo una marcada baja en el interés por estos campos. Por ejemplo, según el Instituto Americano de Física, a partir de la década de los setentas ocurrió un descenso en el número de estudiantes norteamericanos que se enrolaron en los programas de maestría y doctorado en física ofrecidos por las universidades norteamericanas. En otra medida del cambio de interés profesional de los norteamericanos, según datos de la Fundación Nacional de la Ciencia, en 2005 solamente un 50% de los grados doctorales concedidos por las universidades en los Estados Unidos en las áreas de ingeniería, matemáticas, ciencias de la computación, física y economía, fueron otorgados a estudiantes de ese país.

No hay, por supuesto, una conexión directa entre el proyecto Apolo y la pérdida de interés de los jóvenes norteamericanos por la ciencia y la tecnología, que de cualquier manera se hubiera dado. Notamos, sin embargo, la ironía de que dicha pérdida se haya dado precisamente después de un éxito tecnológico de la magnitud del proyecto Apolo, lo que es una muestra de la complejidad de la sociedad norteamericana.

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