El primer laboratorio científico de la historia

La independencia a “destiempo”



El pasado mes de septiembre dieron inicio oficialmente los festejos por el bicentenario de la independencia de México. Como sabemos, una vez consumada ésta, nuestro país se sumió en un periodo de gran inestabilidad política que se prolongó hasta la restauración de la República en 1867, y que incluyó luchas continuas entre liberales y conservadores, así como guerras e invasiones extranjeras. Por otro lado, si bien la historia política de nuestro país en el siglo XIX está ampliamente documentada, no es igualmente conocida la suerte que tuvo la ciencia colonial en los primeros tiempos del México independiente.

La ciencia en nuestro país en la segunda mitad del siglo XVIII, al final del periodo colonial, contaba con investigadores con un alto nivel científico. Entre estos destacaba, José Antonio Alzate (1737-1799), botánico, astrónomo y geógrafo, a quién se considera el más prolífico de los científicos criollos de la época. Otros investigadores mexicanos de gran vuelo de la segunda mitad del siglo XVIII –incluidos por C. Arias y C. Fernández en el libro “Historia de la Ciencia en México, Siglo XVIII”– son, José Ignacio Bartolache (1739-1790), fundador en 1772 de la primera revista médica aparecida en América; Joaquín Velásquez de León (1736-1786), quién realizó los primeros trabajos geodésicos del Valle de México, y Antonio de León y Gama (1735-1802), astrónomo y autor de la obra “Descripción ortográfica universal del eclipse de Sol del día 24 de junio de 1778”.

El Real Seminario de Minería de la Nueva España, inaugurado el 1 de enero de 1792, tenía como misión el entrenamiento de técnicos e ingenieros metalurgistas en conocimientos de avanzada para fortalecer a la industria minera en México, entonces en declive. Como primer director de la nueva institución fue nombrado Fausto Elhuyar, químico español, descubridor del tungsteno. El Real Seminario de Minería es reconocido como la institución científica más significativa del México colonial que, además, sobrevivió a la guerra de independencia.

Andrés Manuel del Río fue un destacado mineralogista español –educado en centros de investigación europeos de vanguardia, en los que tuvo contacto con investigadores de la talla de Antoine Lavoisier–, que fue enviado a México por el gobierno español para cubrir la cátedra de mineralogía del Real Seminario de Minería. Del Río arribo a México el 18 de diciembre de 1794, con todo lo necesario para montar un gabinete de mineralogía e iniciar de inmediato su encomienda.

La labor de Andrés del Río en México, país que adoptó como segunda patria y en el que murió en 1849, fue extremadamente fructífera. Se dedicó a transmitir de manera entusiasta sus conocimientos sobre la ciencia de la mineralogía a los estudiantes del Real Seminario de Minería. Para este propósito, escribió el libro “Elementos de Orictognosia” y tradujo al español otros textos sobre el tema.

Como investigador, analizando minerales provenientes de una mina en el Estado de Hidalgo, descubrió en 1801 un nuevo elemento químico que llamo “eritronio” y que es hoy conocido como “vanadio”. El descubrimiento del vanadio, no obstante, es comúnmente atribuido al químico sueco Nils Sefstroem quién lo reporto en 1831, –30 años después del descubrimiento original de del Río–, dándole su nombre actual en honor a una diosa escandinava. A pesar de la polémica que se generó cuando quedó claro que del Río tenía la primicia del descubrimiento del vanadio y se propuso cambiarle de nombre, esto no prosperó.

Además de haber sido un científico de primera línea, del Río era un ingeniero notable. Se le encargó, por ejemplo, diseñar una técnica para extraer el agua de una mina inundada en el mineral del Real del Monte, así como el diseño y la construcción de la primera fundición de hierro en América, proyectos que completó exitosamente.

Dado que una actividad como la investigación científica requiere de condiciones muy especiales para prosperar, no es de sorprender que la ciencia mexicana, que había alcanzado un buen estado de desarrollo al final de la colonia, sufriera grandes problemas durante la guerra de independencia. En efecto, según C. Arias y C. Fernández: “Con la lucha se rompieron los nexos con instituciones extranjeras y se hizo difícil mantener relaciones con los hombres de ciencia europea. La Universidad fue convertida en cuartel; las clases del Seminario y del Jardín Botánico se vieron afectadas por la asistencia irregular debida al servicio militar, además de que la mala situación económica no permitía gastar en proyectos de investigación”. Una vez consumada la independencia, la agitación del país no fue tampoco favorable para la continuación de la actividad científica y, por ejemplo, Fausto Elhuyar regresó a España en 1930. Andrés del Río estuvo ausente del país por algún tiempo, y aunque finalmente regresó a México, ya no tuvo logros científicos del nivel de los anteriores.

En el siglo XIX se produjeron desarrollos tecnológicos basados en la ciencia, tan importantes como la máquina de combustión interna, la luz eléctrica y la telegrafía, por mencionar solamente algunos. Durante el periodo de inestabilidad política, el país perdió un tiempo precioso para seguir el desarrollo científico del mundo e integrase a la era tecnológica del siglo XX. Podemos afirmar que desde este punto de vista la guerra de independencia ocurrió a “destiempo”.

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