El primer laboratorio científico de la historia

Ingeniero de altos vuelos



Una de las características de la época en que vivimos es la cada vez mayor complejidad de la tecnología a nuestro alrededor. La red Internet, por ejemplo, que hace apenas dos décadas prácticamente no existía, tiene una cada vez mayor capacidad para transmitir información y ejerce una influencia creciente en nuestras vidas. De la misma manera, la medicina desarrolla de manera continua nuevos fármacos, tratamientos y procedimientos quirúrgicos, los cuales han doblado nuestra esperanza de vida en el curso de un siglo.

La complejidad creciente de los dispositivos tecnológicos que nos rodean no puede explicarse sin el concurso del conocimiento científico. La electrónica actual, por ejemplo, requirió para el desarrollo acelerado que experimentó a lo largo del último medio siglo de la invención del transistor, la cual ocurrió a finales de la década de los años cuarenta en los Estados Unidos. Esta invención fue guiada por el conocimiento científico del que se disponía en la época acerca de la física de los materiales sólidos, que fue a su vez el resultado de medio de siglo de estudios científicos básicos que se dieron principalmente en universidades del norte de Europa en la primera mitad del Siglo XX.

Aunque nos sorprende la complejidad de la tecnología actual, los ingenios tecnológicos más complejos que conocemos –los seres vivos– no los hicimos nosotros sino la naturaleza. Podemos concebir a los seres vivos como “máquinas” altamente perfeccionadas –a través del mecanismo de selección natural– para cumplir con determinadas funciones, incluyendo la de la reproducción. Los seres vivos tienen estructuras con una complejidad más allá de lo que en estos momentos pudiéramos siquiera soñar en fabricar, de modo que como “ingeniero” la naturaleza nos supera ampliamente, por decir lo menos.

Para ser justos, sin embargo, hay que reconocer que la naturaleza goza de la enorme ventaja de no tener plazos para terminar sus creaciones, las cuales le han tomado decenas o centenas de millones de años; de hecho, nunca llegan a una forma final y se mantienen en continua evolución.

Podemos aprovechar, por otro lado, la habilidad y experiencia de la naturaleza como ingeniero copiando y adaptando sus diseños para nuestros propósitos. Esto se está ya haciendo y en algunos casos de manera sistemática. Un ejemplo reciente es el relativo al desarrollo del dispositivo para capturar la energía del Sol y almacenarla en la forma de azúcares –tal como ocurre en el proceso normal de fotosíntesis, pero con una eficiencia mayor–, reportado recientemente por un grupo de investigadores de la Universidad de Cincinnati en la revista “Nano Letters” publicada por la “American Chemical Society”. El desarrollo está inspirado en el material con que hace su nido la rana Tungara, la cual habita zonas tropicales del planeta incluyendo a nuestro país.

La conversión eficiente de la energía del Sol en azúcares es un paso intermedio para una fabricación económicamente viable, a partir de dichos azúcares, de biocombustibles tales como el etanol. El desarrollo de biocombustibles, y en general de métodos eficientes para aprovechar la energía solar, es clave para el futuro energético de la Tierra. Como sabemos, el uso indiscriminado de combustibles fósiles ha incrementado la concentración de bióxido de carbono en la atmósfera, provocando la elevación de la temperatura de la superficie de nuestro planeta. Una disminución en la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera es entonces indispensable, y la sustitución de los combustibles fósiles por biocombustibles es una de las acciones que se contemplan para este fin. La rana Tungara nos puede proporcionar de este modo una fuente de energía verde, y no por el color de la rana –que es más bien café con algunas rayas verdes–, sino por ser limpia, es decir, libre de emisiones de gases de invernadero.

De manera adicional, podemos mencionar que, al igual que en el proceso natural de fotosíntesis, la conversión de energía solar en azúcares empleando el dispositivo basado en el material del nido de la rana Tungara se lleva a cabo mediante la absorción de bióxido de carbono de la atmósfera y por lo tanto contribuye a disminuir su concentración. Podría de este modo emplearse, según sus desarrolladores, en la vecindad de plantas emisoras de bióxido de carbono para “secuestrar” el carbono emitido e impedir su emisión a la atmósfera.

Éste y muchos otros ejemplos nos muestran que, si bien a la naturaleza le ha tomado un tiempo considerable el desarrollo de las formas de vida que vemos sobre la Tierra –y que con seguridad, en la misma o diferente forma, habrán aparecido en otros lados del Universo– hasta el momento es evidente que nos supera ampliamente como ingeniero. En estas condiciones lo más inteligente que podemos hacer –y de hecho lo ya estamos haciendo– es aprender de sus diseños.

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