El primer laboratorio científico de la historia

Jugando con fuego



El pasado martes 9 de agosto se conmemoró el 66 aniversario del bombardeo atómico de Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial –precedido tres días antes por un ataque similar a Hiroshima–. Dependiendo de la fuente, se han estimado hasta en 250,000 las víctimas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, que murieron en forma instantánea al momento de la explosión o a lo largo de los meses subsecuentes. Sabemos, además, de la suerte de los “Hibakusha”—sobrevivientes de los bombardeos atómicos— aquejados de un número de enfermedades asociadas a su exposición a las radiaciones nucleares.

Dada esta terrible experiencia, uno hubiera quizá esperado que el Japón fuera el último país en el mundo interesado en la tecnología nuclear; y no solamente para uso militar, sino también para aplicaciones civiles tales como la generación comercial de energía eléctrica. No obstante, presionados por su escasez de recursos energéticos, los japoneses han construido 54 reactores nucleares en su territorio de los que obtienen, en números redondos, el 30% de la energía eléctrica que consumen. Japón es, de este modo, un país que irónicamente depende en buena medida de la energía del átomo.

El accidente de los reactores de Fukushima ocasionado por el temblor y subsecuente tsunami que asolaron la costa norte del Japón el pasado mes de marzo, sin embargo, han cambiado el estado de ánimo de los japoneses en relación a la energía nuclear. Una encuesta telefónica llevada a cabo por la agencia Kyodo news el pasado mes de julio, señala que un 70% de japoneses apoyan la idea de un país sin energía nuclear. Un “Hibakusha” sobreviviente de Nagasaki, citado por The New York Times expresó: “Me hubiera gustado haber tenido el coraje para hablar antes en contra de la energía nuclear”.

Por su parte, en la ceremonia de conmemoración del bombardeo de Hiroshima el pasado 6 de agosto, el primer ministro japonés afirmó: “La política energética del país está siendo revisada de manera fundamental, después de una reflexión profunda del mito que la energía nuclear es segura”.

Las reacciones nucleares liberan cantidades extraordinarias de energía, decenas de millones de veces más grandes que las generadas por la combustión ordinaria. Esto hace que la temperatura que se alcanza en el centro de una explosión nuclear sea de decenas de millones de grados centígrados –en comparación con los cientos de grados centígrados generados por la combustión del gas de la estufa–. Así, los cuidados que ponemos al manejar sustancias explosivas a fin de prevenir accidentes, deben ser llevados a un grado extremo en el caso de la energía nuclear si no queremos originar un desastre.

En la práctica, desgraciadamente, como lo prueba Fukushima -y con anterioridad los accidentes de “Three Mile Island” en los Estados Unidos y de Chernobyl en Ucrania–, los accidentes en las plantas nucleares eventualmente ocurren por error humano o por deficiencias en los procedimientos de seguridad.

Además, la energía nuclear genera desechos radiactivos de alta peligrosidad que necesitan ser confinados de manera segura. Si bien esto puede en principio llevarse a cabo, en la práctica no siempre ocurre. Así, uno de los factores que agravaron la crisis de Fukushima fue que el combustible usado –que era almacenado en el edificio de uno de los reactores siniestrados– quedó expuesto al aire liberando grandes cantidades de radiación.

El fuego ordinario, con temperaturas de cientos de grados –mucho mayores que nuestra temperatura corporal–, es por supuesto incompatible con la vida. Sin embargo, hemos hecho uso del fuego ya por cientos de miles de años y lo tenemos en gran medida domesticado; aunque a veces ciertamente se nos sale de control y de ahí la frase “jugando con fuego”.

En contraste, el fuego nuclear, millones de veces más intenso que una llama ordinaria y, en consecuencia, millones de veces más mortífero, nos está resultando muy difícil de domesticar. Quizá sea solamente cosa de darnos más tiempo, pues solamente han transcurrido siete décadas desde que lo empezamos a usar –tanto para bien como para mal.

No obstante, en tanto progresamos en nuestro intento de domesticar al fuego nuclear, tendríamos quizá que aprender a usar otras fuentes de energía más amigables, tanto con nosotros como con el medio ambiente. El Sol, que es de hecho la fuente de la vida, es sin duda la opción más natural.

De otro modo seguiríamos jugando con un fuego muy peligroso.

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