El primer laboratorio científico de la historia

Medicina precisa



De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, durante la semana que acaba de terminar nació el habitante número 7,000,000,000 (siete mil millones) del planeta en donde nos tocó vivir. No es posible, por supuesto, saber quien fue el o la afortunada que llegó al mundo de manera tan llamativa, pero, de manera simbólica, la ONU ha concedido este honor a Danica May Camacho, nacida en Filipinas en los últimos minutos del pasado 30 de octubre.

Al inicio de la era cristiana la población del mundo era de unos 200 millones de personas, número que se ha venido incrementando paulatinamente hasta nuestros días, excepto en épocas de catástrofes poblacionales como la debida a la epidemia de peste bubónica conocida como la Muerte negra –que en el Siglo XIV habría reducido la población de Europa hasta en un 50 %–. Históricamente, sin embargo, este crecimiento fue relativamente lento, hasta que se aceleró de manera notable durante el siglo XX.

En efecto, tenemos que, por ejemplo, entre los años 1700 y 1850 la población del mundo creció de 650 millones a 1300 millones de personas; es decir, tuvo un periodo de duplicación de unos 150 años. Esto contrasta con el correspondiente periodo de sólo 40 años que se observa a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Así, mientras que la población del mundo en 1950 era de aproximadamente 2,500 millones de personas, en 1990 había ya rebasado los 5,000 millones, alcanzando a partir de ahí, en poco más de dos décadas, la actual cifra de 7,000 millones.

La explosión poblacional del mundo –que mucha alarma genera– es debida al aumento de la esperanza de vida al nacer, la cual se ha más que duplicado en los últimos cien años. Esta última, a su vez, ha sido influenciada por varios factores: la disminución de la mortalidad infantil, una mejora en las condiciones de higiene de la población y en general el desarrollo de procedimientos y medicamentos cada vez más eficientes para el tratamiento de enfermedades.

La comprensión que hemos alcanzado sobre los mecanismos por medio de los cuales nos enfermamos ha sido ciertamente clave para aumentar nuestra esperanza de vida –y provocar de paso la explosión poblacional–. Sin entender estos mecanismos no es posible desarrollar métodos para combatir las enfermedades.

Durante la epidemia de peste bubónica en el siglo XIV, por ejemplo, no se entendía en absoluto como se contagiaba la enfermedad, que algunos llegaron a pensar podía adquirirse a través de la vista. Se aventuró también que la epidemia había tenido su origen en la conjunción de Marte, Júpiter y Saturno ocurrida el 20 de marzo de 1345. Sabemos ahora lo disparatado de estas explicaciones y no nos sorprende que los europeos de la época no hayan sido capaces de desarrollar tratamientos efectivos contra la epidemia, como lo atestigua la gran mortandad que provocó.

En la actualidad, el conocimiento que se tiene sobre el origen de las enfermedades es cada vez más sofisticado y en consecuencia los tratamientos y medicamentos de que disponemos para combatirlas son cada vez más efectivos. En relación a esto, en un comunicado de prensa del pasado 2 de noviembre, el Consejo Nacional de Investigación de los Estados Unidos dio a conocer un reporte de un comité de expertos formado con el propósito de explorar la factibilidad y necesidad de una “nueva taxonomía de enfermedades humanas basada en la biología molecular”.

De acuerdo con dicho reporte, la integración –en una base de datos electrónica– del conocimiento actual y futuro sobre las enfermedades humanas a un nivel molecular, juntamente con la gran cantidad de datos clínicos personalizados de pacientes de los que se dispone actualmente, haría factible el desarrollo de una nueva clasificación –o taxonomía– de enfermedades basada no en síntomas y signos físicos como se hace en la actualidad, sino en los procesos moleculares que originan las enfermedades.

Esto resultaría en una clasificación más detallada, la cual distinguiría entre enfermedades que en el esquema actual están agrupadas en una misma categoría. De este modo, empleando la información genética del paciente, lo mismo que los factores medio ambientales a los que ha estado expuesto, el médico podría realizar diagnósticos más precisos y por consecuencia prescribir tratamientos específicos a la enfermedad que serán más efectivos.

La base de datos sería, además, dinámica, incorporando de manera continua nuevos datos clínicos de pacientes en la medida en que estén disponibles, así como nuevos resultados relevantes de la investigación biomédica.

Independientemente de que en un futuro cercano dispongamos o no de una nueva taxonomía para las enfermedades humanas, es claro que el conocimiento médico se hará cada vez más y más sofisticado y nos alejará de manera vertiginosa de aquellas épocas en las que el origen de las enfermedades era un completo misterio.

Lo anterior para nuestra fortuna, aunque pudiera agravar la explosión demográfica. Esto último sería, sin embargo, harina de otro costal.

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