El primer laboratorio científico de la historia

Abejas aventureras



Como bien sabemos, el espíritu de aventura de los navegantes y exploradores europeos de la llamada “Era de los descubrimientos” –siglos XV al XVII– cambió drásticamente la faz del mundo. En particular, convirtió a algunos países europeos en potencias coloniales que subsistieron por siglos –por lo general, para el perjuicio de los países conquistados y la prosperidad de los conquistadores.

Los viajes de Colón, Vasco da Gama y Magallanes, entre otros, que buscaban abrir nuevas rutas comerciales entre Europa y el Lejano Oriente, fueron ciertamente impulsados por intereses económicos. Estos viajes no hubieran sido posibles, sin embargo, sin el concurso de marineros intrépidos, dispuestos a arriesgar la vida en la exploración de mundos desconocidos.

El espíritu aventurero no es, por supuesto, exclusivo de los europeos ni se ha dado sólo en una época particular; por el contrario ha sido una constante a lo largo de la historia –y prehistoria– humana. Así, sabemos que los pobladores originales del continente americano cruzaron hace más de 10,000 años desde Asia a través del estrecho de Bering –convertido a la sazón en un puente terrestre por efectos de la glaciación–. La avanzada de estos primeros pobladores tuvo que haber estado compuesta por aventureros dispuestos a enfrentar los peligros –reales o imaginarios– que podrían encontrar en tierras ignotas.

No obstante su prevalencia, el espíritu de aventura no es generalizado y por el contrario es atributo de sólo una minoría. En relación a esto, y a manera de ejemplo, con seguridad no fueron muchos aquellos a lo que les pasó por la mente intentar llegar al Polo Sur de la Tierra hace poco más de un siglo, cuando este paraje no había sido todavía conquistado –aun en la actualidad, posiblemente no abunden aquellos dispuestos a correr la aventura–.

Hoy en día muy probablemente tampoco encontremos muchas personas dispuestas a viajar al espacio en un cohete –a pesar de que ya se cumplió medio siglo desde el primer viaje espacial llevado a cabo por Yuri Gagarin–. Pudiera ser que cuando los vuelos orbitales sean cosa de rutina – si es que alguna vez ocurre– una mayoría esté dispuesta a experimentarlos. Ciertamente, la mayor parte de nosotros preferimos la seguridad, a aventurarnos por caminos que no han sido ya exhaustivamente explorados por otros.

Vistas así las cosas, una posible clasificación de los humanos –entre muchas otras que se pueden hacer– es entre aventureros natos dispuestos a correr grandes peligros –una pequeña minoría– y aquellos –la gran mayoría– que prefieren la seguridad. Esta clasificación es, por supuesto, una sobre simplificación de la situación y muchas personas –circunstancias de por medio– caerían en un punto intermedio entre los dos extremos.

Se tiende a pensar que las tendencias hacia la aventura o al sedentarismo, que reflejan diferencias de personalidad, son exclusivas de los humanos y de otros vertebrados. Sin embargo, en un artículo aparecido en el último número de la revista “Science”, publicado por investigadores de universidades norteamericanas, se encuentra que entre las abejas también existen diferencias que podríamos catalogar como de personalidad. Estas diferencias hacen que una minoría sea más intrépida que el resto cuando de emprender nuevas aventuras se trata.

Para llegar a esta conclusión, los investigadores referidos seleccionaron un grupo de abejas dadas a la aventura. Se sabe que dentro del grupo de abejas recolectoras, algunas –menos del 5 %– son más osadas que el resto y que, cuando la colmena tiene que dividirse, son las que buscan sitios adecuados para levantar un nuevo panal. Una vez que este sitio es localizado, lo comunican al resto del enjambre y lo dirigen a su nuevo hábitat.

Ya seleccionado el grupo de abejas aventureras, los autores del artículo investigaron si éstas actuaban igualmente como buscadoras de nuevas fuentes de comida. Encontraron que es 3.4 veces más probable que una abeja buscadora de nuevos sitios para anidar se dedique al mismo tiempo a buscar nuevas fuentes de comida, a que esto último lo haga una abeja pasiva que espera le indiquen cual será su nuevo hogar. Esto demuestra que las abejas exploradoras llevan el gusto por la aventura en la sangre.

En realidad, más que en la sangre, el gusto lo llevan en los genes, al igual que los humanos. Esto según los autores citados, quienes encontraron grandes diferencias en la expresión de dichos genes en el cerebro de las abejas exploradoras en comparación con aquellas que no lo son.

Así, de manera sorprendente, los humanos compartimos características –osadía o pasividad– con las abejas, a pesar de la gran distancia evolutiva que existe entre ambas especies. Según los investigadores referidos, esto no es debido a que exista un ancestro común. Por el contrario, especulan que ambas adaptaciones evolucionaron de manera independiente.

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