El primer laboratorio científico de la historia

Extraños intrusos




Es posible que en medio de un congestionamiento de tráfico y ante el evidente aumento año con año del número de automóviles circulando en nuestra ciudad, más de uno haya puesto en duda la racionalidad de usar al automóvil como medio de transporte. Con más calma, no obstante, no podemos dejar de reconocer que el automóvil es un invento de una gran utilidad; invento que, entre otras cosas, proporciona independencia de movimiento y rapidez de traslado –de no encontrarnos con un embotellamiento, por supuesto–. Permite, igualmente, escoger un lugar para vivir sin que la distancia al lugar de trabajo sea un factor determinante.

Hoy en día el automóvil ha alcanzado en muchos lugares del mundo un lugar preponderante y se ha convertido en algo indispensable y altamente apreciado. En este contexto, resulta extraño pensar que eso no siempre fue así y que, por el contrario, en sus primeros años de existencia los automóviles eran a menudo catalogados en los Estados Unidos como vehículos peligrosos, que ponían en riesgo la seguridad de los peatones en las calles.

Como sabemos, los primeros vehículos autopropulsados con motores de gasolina fueron desarrollados de manera independiente por Kart Benz y Gottllieb Daimler en Alemania, en la década de los años 80 del Siglo XIX. Fue, no obstante, en gran medida en los Estados Unidos en donde a lo largo del Siglo XX el automóvil se desarrolló como un medio de transporte de uso masivo.

En un inicio, a finales del Siglo XIX, los automóviles fueron concebidos esencialmente como carruajes de caballos, pero sin caballos. En los albores del Siglo XX esta concepción cambió y los automóviles en lo subsequente fueron diseñados totalmente como vehículos autopropulsados, con características propias diferentes de aquellas de los coches de caballos.

Entre las características que diferencian a un vehículo autopropulsado de un carruaje de tracción animal, se encuentra la velocidad que el primero puede alcanzar y que es considerablemente más alta en comparación con la del segundo. Una mayor velocidad implica, por supuesto, un mayor peligro para los peatones, con lo que las calles antes amigables se volvieron azarosas. Así, no son sorprendentes las opiniones en contra que muchas personas expresaban al inicio del Siglo XX con respecto a los automóviles. Opiniones que, no obstante, se hicieron favorables a partir del la década de los años 30.

Peter Norton, autor del libro “Combatiendo el tráfico: el nacimiento de la edad del motor en la ciudad norteamericana”, analiza las causas que llevaron al cambio de actitud de los estadounidenses hacia los automóviles. Como señala el autor, en la década de los años 20 del siglo pasado era preocupante para muchas personas la circulación por las calles de automotores que provocaban accidentes y muertes entre los peatones. En el contexto de las primeras décadas del Siglo XX, en el que la calle era concebida como un espacio para el peatón –en la que incluso podían jugar los niños– los automóviles constituían intrusos peligrosos.

Pronto, no obstante, la presión de los fabricantes de automóviles, la ampliación de las calles para el tráfico de los mismos, así como la evidente ventaja que representa poseer un automóvil, entre otros factores, llevaron a un cambio gradual en la percepción de la calle –percepción que se habría consolidado en los años sesenta–, conceptualizada ahora como un espacio para los automóviles en donde el peatón se transformó en intruso. Éste adquirió así una responsabilidad compartida con el automovilista en evitar ser atropellado.

En las argumentaciones esgrimidas para lograr el cambio de opinión con respecto a los automóviles se habrían incluido incluso aspectos ideológicos. Se argüía, por ejemplo, que la independencia de movimientos que trae el automóvil está de acuerdo con el espíritu independiente de los norteamericanos.

Así, por múltiples causas, según Norton, las ciudades norteamericanas entraron de lleno hace ya medio siglo a la edad del motor y con ello el peatón cambió su estatus de propietario de las calles a intruso en las mismas.

Al margen de las causas que en México nos llevaron, al igual que en los Estados Unidos, a adoptar al automóvil como medio de transporte urbano, es claro que en nuestro país las calles pertenecen enteramente a los automotores y ni de lejos a los peatones. Como tales, somos intrusos en nuestras propias calles y compartimos con los automovilistas la responsabilidad de cuidarnos de sufrir un accidente.

Vistas así las cosas, y dado que los automotores llegaron para quedarse, como peatones deberíamos pensar en pactar un trato justo con éstos y recobrar la propiedad de algunas de nuestras calles a las que los automóviles llegaron en calidad de “paracaidistas”. En este respecto, debemos recuperar para los peatones la totalidad del centro histórico de nuestra ciudad, el cual tiene una traza colonial que, por supuesto, nunca fue pensada para que la transitasen automóviles, que más que propietarios legítimos de las antiguas y estrechas calles lucen como extraños intrusos.

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