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A pesar de la prohibición, Russell fue un niño muy sano, excepto por un ataque benigno de sarampión que sufrió a la edad de once años. Fue sano, quizá debido a las manzanas que robaba y comía a escondidas, según él mismo relata.
Hoy en día, si bien hemos superado la percepción de que las frutas son perjudiciales para la salud de los niños, nos encontramos ante un problema de salud pública muy serio asociado al consumo en exceso de otro tipo de alimentos: la epidemia global de obesidad. En efecto, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el año 2008 más de 1400 millones de adultos mayores de 20 años tenían sobrepeso y de éstos, 200 millones de hombres y 300 millones de mujeres –más del 10 % de la población adulta– eran obesos.
La OMS define el grado de sobrepeso en función del parámetro llamado Índice de masa corporal, el cual se obtiene dividiendo el peso de una persona entre el cuadrado de su estatura. Para la OMS, una persona tiene un sobrepeso cuando este índice sobrepasa 25, mientras que para valores mayores de 30 la persona se clasifica como obesa.
Los Estados Unidos es uno de los países en el mundo en donde la epidemia de obesidad es más severa. Según estadísticas de la OMS, en el año 2002 un 35% de los estadounidenses mayores de 15 años sufría de obesidad, mientras que un total de 70 % tenía sobrepeso. Estos números se elevaron a 45 % y 80 % en 2010. Las cifras, además de ser alarmantes, están creciendo rápidamente.
En este respecto, México no se queda atrás y mientras que en el año 2002 un 25 % de todos los mexicanos mayores de 15 años eran obesos, este número se elevó hasta un 35 % en 2010. En este último año, un 73 % de nuestros compatriotas mayores de 15 años estaban considerados con sobrepeso por la OMS.
La epidemia de obesidad global es debida al consumo excesivo de alimentos ricos en grasas y carbohidratos, así como a la falta de ejercicio físico. Afecta a numerosos países, no solamente industrializados, sino también a países en desarrollo. Afecta igualmente tanto a niños como a adultos.
En un artículo publicado recientemente en la revista “Food Quality and Preference” por un grupo de investigadores de varios países de Europa, se reportan resultados de un trabajo llevado a cabo con el fin de averiguar qué es lo que determina la preferencia de los niños por ciertos sabores y alimentos, y obtener así información que facilite el combate contra la obesidad.
La investigación se llevó a cabo con 1,700 niños, entre seis y nueve años, de ocho países europeos –Italia, Estonia, Chipre, Bélgica, Suecia, Alemania, Hungría y España–. Durante el experimento se pidió a los niños que comieran dos clases de galletas: simples en un caso, y con grasa, sal o saborizante añadido –glutamato monosódico– en el otro. Se les proporcionó igualmente jugo sin azúcar y con azúcar añadida.
Después de probar los alimentos, a los niños se les preguntó cuál preferían, aquellos simples sin un sabor adicional, o bien aquellos a los que se les añadieron sustancias para modificar su sabor. En lo que se refiere a las galletas una mayoría de niños mostraron preferencia por aquellas a las que se les agregó grasa o sal. Lo mismo sucedió con el jugo al que se le añadió azúcar. En contraste, solamente un 34 % de los niños prefirieron la galleta con saborizante.
Hubo, sin embargo, diferencias entre países. Así, mientras que un 85 % de los niños en Estonia les gustaron más las galletas con sal, solamente un 50 % de los niños chipriotas mostraron la misma preferencia. De la misma manera, más del 70 % de los niños alemanes prefirieron las galletas con grasa, en contraste con un correspondiente 35 % de los niños en Chipre. Resultados similares se obtuvieron con relación al azúcar. Se observó igualmente que el gusto por el azúcar y la sal se incrementa con los años, hasta alcanzar un máximo y disminuir al llegar a la adolescencia.
Según los autores del estudio, sus resultados muestran que la cultura de cada país define en cierta medida los gustos de los niños por los sabores. Muestra igualmente que estos gustos no son inalterables sino que cambian a lo largo de la niñez. Dichos resultados tienen valor para el desarrollo de estrategias, particulares para cada país, con el fin de atacar la epidemia de obesidad que amenaza al mundo.
En la segunda mitad del siglo XIX, cuando a Bertrand Russell le toco vivir su infancia, a los niños –al menos a los de la clase acomodada a la que pertenecía– no les era permitido consumir frutas con la consecuente falta de nutrientes necesarios para el funcionamiento del cuerpo. Más de un siglo después, existe, en contraste, una gran permisividad para que los niños coman todos los alimentos que les apetezcan, con el desastroso resultado del que somos testigos. Vale aquí quizá la sabiduría popular: ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre.
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