Hogar, dulce hogar

Una de cal por las que van de arena



En octubre de 1945, a pocos meses del final de la Segunda Guerra Mundial, el escritor británico George Orwell hizo una predicción: presagió un mundo dominado por los dos o tres países que tendrían la capacidad necesaria para fabricar una bomba nuclear. Como los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki habían hecho patente, el poder de destrucción de estas nuevas armas era de una magnitud tal que superaba por mucho al de cualquier arma convencional. Para Orwell era claro que, dado el alto costo de las armas nucleares y la infraestructura industrial necesaria para fabricarlas, muy pocos países desarrollarían en las décadas por venir una capacidad nuclear. Al mismo tiempo, razonaba, el enorme poder de destrucción de las armas atómicas haría que ningún país del club nuclear atacara a otro del mismo club por temor a una respuesta devastadora.

En el momento en el que Orwell hizo su predicción, los Estados Unidos era el único país con capacidad nuclear. En pocos años, no obstante, la Unión Soviética detonó su primera bomba atómica convirtiéndose en la segunda potencia nuclear. Esto ocurrió el 29 de agosto de 1949 y más temprano que tarde se hizo realidad el presagio de Orwell: norteamericanos y soviéticos se embarcaron en lo que se conoce como “Guerra Fría”, que continuó hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991.

Como parte de la carrera armamentista, los Estados Unidos y la Unión Soviética realizaron en los años cincuenta y sesenta más de 500 pruebas nucleares en la atmósfera, hasta que en 1963, por un acuerdo que incluyó a estos dos países y al Reino Unido, se decidió suspenderlas de manera indefinida por la contaminación atmosférica que producían. Entre otros efectos, las explosiones atómicas atmosféricas llevaron a una elevación rápida y considerable de la concentración de carbono-14 en la atmósfera, misma que descendió cuando se suspendieron dichas explosiones.

Más de medio siglo después, el incremento de la concentración atmosférica de carbono-14 –el mismo que se utiliza para datar objetos antiguos– ha encontrado una aplicación inesperada en el campo de la neurología. De manera específica, ha resuelto la controversia relativa al crecimiento de nuevas neuronas en el cerebro humano.

En el año 1998 un grupo de investigadores suecos encontró evidencia del crecimiento de nuevas neuronas en el cerebro humano adulto; de manera específica, en el hipocampo, que es una región situada en lo profundo del cerebro y que se asocia con la memoria y la orientación espacial. Antes de este descubrimiento se pensaba que no se producían nuevas neuronas en el cerebro a lo largo de la vida adulta, por lo que el descubrimiento resultó controvertido. Además, el estudio de los investigadores suecos se llevó a cabo inyectando una sustancia en el cerebro que posteriormente se determinó era tóxica, lo que impidió que fuera reproducido por otros grupos de investigación de manera independiente. De este modo, la controversia continuó.

Hasta que las pruebas nucleares vinieron en auxilio de los neurólogos.

En efecto, en un artículo publicado esta semana en la revista “Cell” por un grupo internacional de investigadores encabezado por Kristy Spalding del Instituto Karolinska en Suecia, se encuentra que sí se producen nuevas neuronas en el hipocampo en la vida adulta. Esto fue demostrado de una manera que se antoja simple –aunque, por supuesto y como siempre, el diablo estuvo en los detalles–: los investigadores midieron la proporción de carbono-14 en el ADN de las neuronas del hipocampo de personas fallecidas. Obtuvieron así una indicación de la edad de dichas neuronas y por lo tanto si habían o no sido producidas durante la edad adulta. Podemos entenderlo de la siguiente manera.

El 99% del carbono en la atmósfera es carbono-12, mientras que, en contraste, el carbono-14 sólo está presente en cantidades diminutas. Por otro lado, la concentración de carbono-14 en una célula de nuestro cuerpo refleja la que existía en la atmósfera en el momento que fue creada, pues los animales dependemos para nuestra alimentación de las plantas que crecen tomando el carbono del aire. Si una neurona creció en 1963, cuando se observó la máxima concentración de carbono-14, ésta debe estar reflejada en su ADN. Si, por otro lado, creció 30 años antes, debe corresponder a la concentración atmosférica de 1933.

Empleando este método, Spalding y colaboradores encontraron que un 35% de las neuronas de una cierta región del hipocampo eran neuronas que habían crecido en la edad adulta a un ritmo de 1,400 por día, números que les sugieren que el crecimiento de nuevas neuronas impacta la función cognitiva del cerebro. Los investigadores encontraron, además, que si bien la generación de nuevas neuronas disminuye con la edad, esta disminución es moderada.

Cuando las potencias nucleares llevaron a cabo sus pruebas de bombas atómicas en la atmósfera, no estaban pensando, por supuesto, en crear un laboratorio de investigación que medio siglo después ayudara a desentrañar uno de los misterios del cerebro humano. En la práctica, y para nuestro beneficio –una de cal por todas las que van de arena–, esto fue lo que sucedió de manera inesperada.

Tan inesperada que ni George Orwell, que tan acertado fue en su predicción de la Guerra Fría, lo pudo haber anticipado.

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