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Las revistas de acceso libre, que pueden ser consultadas de manera gratuita a través de internet, se sostienen por medio de las cuotas que cobran a cada autor por la publicación de su artículo. Esto último contrasta con las revistas clásicas que requieren de una suscripción, la cual es típicamente pagada por las bibliotecas que las adquieren.
Como revela la investigación de “Science”, el modelo de financiamiento de las revistas de acceso libre ha propiciado la aparición de empresas editoriales inescrupulosas que han hecho negocio publicando artículos científicos de dudosa calidad mediante el pago de una cantidad de dinero, que puede alcanzar los miles de dólares por artículo.
Lo anterior, si bien no resulta sorpresivo, no deja de ser preocupante, pues las revistas de acceso libre lucen ventajosas para muchas bibliotecas e investigadores ante los altos costos que han alcanzado algunas revistas científicas, particularmente aquellas publicadas por las grandes empresas editoriales privadas. En algunos casos estos costos son tan altos que las revistas han quedado fuera del alcance de muchas bibliotecas. Se entorpece de este modo la libre circulación de los resultados de investigación científica, condición indispensable para el progreso de las ciencias.
La investigación publicada por “Science” ha provocado críticas. Algunos afirman que constituye un ataque en contra de las revistas de acceso libre, que en ciertos casos tienen estándares de publicación similares a las de las revistas clásicas. Se señala, por ejemplo, que el estudio debería haberse extendido a las revistas clásicas, algunas de las cuales con seguridad habrían también caído en la trampa y aceptado el artículo.
Se señala también que el artículo de “Science” es tendencioso y va en contra de la ciencia que se hace en los países en desarrollo. Así, los nombres de los autores de los artículos falsos fueron generados permutando nombres propios africanos e incluyendo de manera aleatoria iniciales intermedias. De este modo resultaron nombres ficticios tan sonoros como “Ocorrafoo M.L. Cobange”, quien trabajaría como biólogo en el “Wasse Institute of Medicine” –inexistente– en la ciudad de Asmara –ésta si real–, en Eritrea.
Podríamos preguntarnos la razón por la que Bohannon escogió África como lugar de residencia de sus autores ficticios y no colocó a algunos, por ejemplo, en los Estados Unidos, en cuyo caso un posible autor podría haber sido John Smith, empleado de una oscura universidad en ese país. Según Bohannon esto lo hizo “con el propósito de que no se generasen sospechas en caso de que un editor curioso buscara sin éxito el nombre del supuesto autor en internet”. Esto, que resulta sólo medianamente convincente, revela quizá prejuicios –infundados en muchos casos y válidos posiblemente en otros– hacia la ciencia de los países en desarrollo. Con la misma lógica, a fin de no delatar a un angloparlante nativo como autor del artículo falso, Bohannon tradujo el texto al francés empleando “Google Translate” y de ahí nuevamente al inglés.
Bohannon menciona en su artículo que el país con más casas editoras que aceptaron el artículo fraudulento es la India, seguida de los Estados Unidos. Por otro lado, si bien el flujo del dinero por pago de cuotas se origina en buena medida en países en desarrollo, según Bohannon el dinero finalmente termina en un banco en los Estados Unidos o en Europa. Además, en algunos casos son empresas editoriales de gran prestigio las que están al final del proceso.
Al desarrollarse la red internet se abrieron nuevas posibilidades de comunicación para la ciencia. Al mismo tiempo, como lo expresa “Science”, se gestó una especie de “salvaje oeste” de la comunicación científica, con casas editoriales poco honestas aprovechando la ocasión y haciendo negocios poco claros. Situación que, sin embargo, con seguridad, se normalizará en el futuro en la medida en que se asiente la polvareda y las revistas de acceso libre alcancen el lugar que merecen. Y el artículo de Bohannon, con todas las críticas que se le puedan hacer, contribuirá sin duda a que esto ocurra.
El experimento nos señala también otro aspecto preocupante: Bohannon pudo identificar más de trescientas revistas a las cuales enviar su artículo y de éstas más de ciento cincuenta lo aceptaron. Esto resulta alarmante no solamente por el hecho en sí, sino por lo que este número expresa en cuanto a la explosión en el número de revistas de investigación. Sólo esperemos que una vez que el salvaje oeste se civilice, el número de revistas científicas se reduzca de manera considerable. De otra manera, ¿qué investigador será capaz de leer todo lo que hoy en día se publica en su campo? Más lo que se acumule en la semana.
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