El primer laboratorio científico de la historia

Etapa inevitable



Hoy en día es ampliamente aceptado que la ciencia y la tecnología –que se deriva de aquella– juegan un papel fundamental en el desarrollo económico de un país. Una diferencia evidente entre los países industrializados y los que están en vías de serlo es, ciertamente, la de sus respectivos desarrollos científicos. Como parte de su política de crecimiento económico, los países en desarrollo están obligados entonces a impulsar la creación de una infraestructura científica propia y a buscar que ésta impacte a la actividad económica.

A México la ciencia y la tecnología arribaron con un considerable retraso. En efecto, fue sólo hasta el año 1971, con la creación del CONACyT, cuando el país puso a la ciencia y la tecnología en un primer plano –segundo, en ocasiones– como factor para el desarrollo económico del país. A partir de ese año, el CONACyT estableció un amplio programa de becas para la realización de estudios de posgrado en México y en el extranjero –con escasos paralelos en el mundo– que ha llevado a la formación de numerosos investigadores, muchos de los cuales se han incorporado a centros de investigación y universidades en México.

El CONACyT ha establecido igualmente programas de apoyo a proyectos de investigación llevados a cabo en instituciones del país, aunque la magnitud de estos apoyos ha variado grandemente con las diferentes administraciones federales. En la presente administración, el CONACyT, encabezado por Dr. Enrique Cabrero Mendoza –quien estuvo de visita en la UASLP esta semana–, ha hecho público el propósito de elevar el gasto nacional en ciencia y tecnología hasta alcanzar el 1% del producto interno bruto del país –desde la cifra actual inferior al 0.5%–. En consecuencia con este propósito, el CONACyT ha emitido nuevas convocatorias de todo tipo dirigidas a las instituciones de investigación en México, lo mismo que al sector privado.

Dado que nunca habrá suficientes recursos para apoyar a todos los campos científicos por igual, surge la pregunta de cómo se debe priorizar el apoyo a la ciencia en un país con recursos limitados con el fin de optimizar su impacto. En primera instancia, se podría pensar que la estrategia correcta es la de apoyar de manera prioritaria a aquellos campos científicos que estén más cerca de las aplicaciones industriales, sin descuidar aquellas dirigidas a resolver problemas de carácter social.

No sería éste el caso, sin embargo, si hemos de atender a un artículo publicado en la revista en línea “Plos One” el pasado año por un grupo de investigadores de la Universidad Simón Bolívar en Caracas, Venezuela, encabezados por Kalus Jaffe. En dicho artículo se describe una investigación llevada a cabo con el propósito de determinar qué campos científicos tienen un impacto mayor sobre el desarrollo económico de un país.

Para este propósito, los investigadores venezolanos compararon datos del Banco Mundial referentes al crecimiento del producto interno bruto per cápita de un centenar de países, con su productividad científica en varios campos básicos y aplicados. Dicha productividad fue determinada tomando como base al número de artículos científicos publicados en un campo específico. Hay que aclarar, no obstante, que este número varía grandemente entre países desarrollados y no desarrollados, de modo que en lugar de considerar números absolutos los investigadores tomaron números relativos a cada unos de los países estudiados.

Del estudio se deriva un resultado sorprendente: la productividad científica de un país en áreas de física y química en un determinado momento está correlacionada con el crecimiento económico del país en los siguientes cinco años. La productividad científica en física y química es entonces un indicador confiable del crecimiento económico que experimentará un país en el futuro cercano. En contraste, la productividad científica en otros campos de ciencia aplicada, como la medicina y la farmacología, no tiene la misma correlación con el crecimiento económico.

El que exista una correlación entre dos parámetros, en este caso productividad científica y crecimiento económico, no significa que uno sea causa del otro. De hecho, Jaffe y colaboradores no encuentran ninguna relación causal entre productividad en física y crecimiento económico. Sugieren en lugar de esto que la decisión de apoyar a la ciencia básica “es un indicador confiable de la existencia de una atmósfera que favorece la toma de decisiones racionales que, dadas las circunstancias adecuadas, promueve el crecimiento económico”.

Concluyen Jaffe y colaboradores que “Ningún país con una inversión preferencial en tecnología, sin una inversión concurrente en ciencia básica, ha alcanzado un relativo alto crecimiento económico. De este modo, tecnología sin ciencia es improbable que sea sostenible”.

La tecnología moderna es hija de la ciencia y ha podido desarrollarse adecuadamente sólo en países en donde esta última tiene carta de naturalización. No es posible, entonces, saltarse etapas, y si México ha de desarrollarse tecnológicamente tendrá que crear una base científica robusta. Al menos de acuerdo a los hallazgos de Jaffe y colaboradores.

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