El primer laboratorio científico de la historia

Sacrificios poco redituables



El pasado jueves 20 de agosto, especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) dieron a conocer el hallazgo de los restos de lo que consideran fue el gran Tzompantli de Tenochtitlan. Dichos restos fueron localizados a una profundidad de dos metros en el centro de la Ciudad de México, a espaldas de la Catedral Metropolitana. La investigación que llevó al descubrimiento del gran Tzompantli, que estaba asociado al Templo Mayor, se prolongó de febrero a junio del presente año.

Como sabemos, un Tzompantli –o zompantli, según la Real Academia Española– era una estructura en la que se exhibían cabezas de prisioneros de guerra víctimas de sacrificios rituales. Para fijar las cabezas se les practicaban orificios parietales y se ensartaban en vigas de madera sostenidas por postes verticales, a manera de formar una pared.

Los restos del gran Tzompantli descubiertos consisten de una plataforma rectangular de 45 centímetros de altura, un ancho de seis metros y un largo que se estima puede llegar a los 34 metros. Asimismo, se encontraron en el núcleo de la plataforma 35 cráneos dispuestos en un semicírculo, unidos por una mezcla de cal, arena y grava de tezontle. Consideran los expertos que, en adición a los cráneos encontrados, hay muchos otros por descubrir. Además, si bien los elementos de madera del Tzompantli no resistieron el paso del tiempo y las condiciones húmedas del terreno, los investigadores descubrieron los orificios en los que se colocaron los postes que soportaban las vigas de la estructura.

De acuerdo con los especialistas, la práctica de los Tzompantli, que estaba extendida a lo largo de Mesoamérica, obedecía a la particular cosmovisión de los pueblos prehispánicos que habitaban en esta región y tenía por tanto motivaciones religiosas. Según dicha cosmovisión, el sacrificio de humanos y de otros animales era esencial para mantener al mundo en operación. En palabras de Miguel León Portilla, comentando sobre la religiosidad de los pueblos prehispánicos: “…esa religiosidad implicaba la creencia en que la sangre de los sacrificados fortalecida la vida de los dioses, en particular del Sol. De este modo se propiciaba la perduración de la presente edad cósmica, diríamos que se redimía a los seres humanos de su destrucción cósmica”.

Si bien la práctica de los sacrificios humanos históricamente ocurrió en otras partes del mundo, la aparente –si bien controvertida– prevalencia de la misma en Mesoamérica ha conducido a algunos a mantener posiciones maniqueas con respecto a las civilizaciones precolombinas –y a mitigar estas posiciones no ha ayudado, por supuesto, el que los sacrificios humanos estuvieran asociados a prácticas de canibalismo.

En respuesta a las opiniones negativas con respecto a nuestros antecesores, León Portilla hace notar que, así como en las culturas precolombinas los humanos se redimían de su destrucción cósmica mediante el sacrificio humano, según la teología cristiana “un sacrificio humano y divino es el origen de la redención de todos los hombres y mujeres en la Tierra”.

Al margen de la calificación moral de la población mesoamericana, podemos decir hoy en día que si bien la memoria de los Tzompantli ha sobrevivido a través de las calaveras de azúcar que se elaboran alrededor del día de muertos –entre otras manifestaciones–, la cosmovisión de los mexicas ciertamente ha perdido credibilidad. Así, aunque las visiones mágicas del mundo no han desaparecido en el mundo, posiblemente se nos dificultaría encontrar a alguien que pensara que para ganar una batalla hay que sacrificar niños. Como presumiblemente habrían hecho los cholultecas cuando en Cholula pretendieron tender una trampa a Cortés –lo que, por cierto, a la postre les resultó en un desastre, pues fueron masacrados por los españoles y sus aliados tlaxcaltecas.

Hoy nos resulta claro que el sacrificio de un niño no puede condicionar el resultado de una batalla. Ni que el futuro del mundo dependa de realizar sacrificios de prisioneros de guerras floridas, no solamente abriéndoles el pecho con un cuchillo de obsidiana en lo alto de una pirámide, sino también por otros métodos, cual más variados.

En realidad, aun hoy en día no es posible predecir con certidumbre el resultado de una batalla –a menos que sea entre contendientes muy desiguales– o el futuro del mundo. No es posible ni aun utilizando métodos científicos –ya no digamos enfoques mágicos–. Pensemos, por ejemplo, en la incertidumbre que enfrenta el planeta en cuanto a su futuro climático se refiere: tenemos una certidumbre razonable, gracias a las investigaciones de los científicos, que el clima de la Tierra está cambiando y cambiará más en el futuro; en qué grado lo hará, no lo sabemos con seguridad.

La cosmovisión de los mexicas, que esta semana fue noticia gracias al anuncio del descubrimiento del gran Tzompantli del Templo Mayor, era claramente errónea por más elaborada que haya sido. Por lo mismo, su poder de predicción era en gran medida nulo, como lo es el poder de predicción resultante de cualquier enfoque mágico del mundo. Aquellos que murieron sacrificados para dar su energía al Sol –algunos posiblemente de buena gana, pero otros seguramente bajo protesta–, lo hicieron entonces de manera estéril.

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