El primer laboratorio científico de la historia

Indiferencia felina



Es bien conocido el apego que los perros tienen con su amo y hay un buen número de historias en las que este apego se manifiesta en grado extremo. Una de las más dramáticas es la de Hachikó, el perro japonés que esperó por nueve años el arribo de su amo muerto en una estación del metro de Tokio.

Según la historia, Hachikó acostumbraba esperar todos los días la llegada de su amo, quien era profesor de la Universidad de Tokio, a la estación del metro al final del día de trabajo. Un día el profesor murió en la universidad de un derrame cerebral y el perro se quedó esperándolo en la estación. De manera sorprendente, Hachikó lo hizo por nueve años, a lo largo de los cuales acudió diariamente a esperar al tren en el que arribaría su amo. En recuerdo a la lealtad de Hachickó, los japoneses le levantaron una estatua de bronce con su efigie a la entrada de la estación del metro en donde hizo guardia inútilmente por una buena parte de su vida.

Dado los lazos afectivos que pueden desarrollarse entre los humanos y los perros, no es sorprendente que haya tantas personas que los adopten como mascotas –y en algunos casos incluso como miembros de la familia–. En cambio, llama la atención que los gatos, que no han demostrado hacia los humanos la misma lealtad que los perros, superen a estos últimos en popularidad como mascotas, tanto en los Estados Unidos como en Europa.

La aparente actitud de indiferencia –o al menos de menor atención– de los gatos hacia nosotros en comparación con los perros, ha llevado a algunos a calificar a los primeros de seres inútiles y malévolos, a lo que les gusta atormentar a animales más pequeños, y los que ni siquiera se preocuparían por alertar a los dueños de la casa en la que cohabitan en la eventualidad de que se hubiera introducido un ladrón –lo que sí es una virtud de los perros.

La creencia popular, según la cual con los gatos no nos unen el mismo tipo de lazos afectivos que nos unen con los perros, encuentra apoyo científico en un artículo publicado esta semana en la revista en línea PLOS ONE por Alice Potter y Daniel Simon Mill de la University of Lincoln en el Reino Unido. En efecto, empleando una metodología desarrollada por los sicólogos para determinar el grado con el que un niño pequeño está apegado a su madre, Potter y Mill encuentran que los gatos muestran independencia con respecto a aquellos que los cuidan.

Los experimentos de Potter y Mill fueron llevados a cabo con 20 gatos y sus respectivos propietarios. Las pruebas consistieron en observar las reacciones de los animales ante la ausencia de su amo y/o la presencia de un extraño. Encontraron que si bien los gatos vocalizan más en la presencia de extraños, no muestran otros signos que revelen angustia por la ausencia del amo, con el que prefieren interactuar, pero al que no conciben como “un foco de seguridad y protección en un mundo peligroso”. Los gatos, en comparación con los perros y los bebés humanos, tienen un mayor grado de independencia con respecto a sus cuidadores, lo que estaría de acuerdo con su naturaleza de cazadores solitarios.

Nuestra capacidad de comunicación con los gatos es, por supuesto, limitada y no tenemos la seguridad de que es lo que en realidad pensaron durante el experimento, cuando no estuvo presente el amo o cuando estuvieron en la compañía de un extraño. De hecho, en un estudio anterior al de Potter and Mill –citado como antecedente en su artículo– se llega a la conclusión que los gatos sí forman lazos afectivos con sus amos, lo que indica la dificultad de penetrar en su mente.

No podemos, ciertamente, penetrar en el cerebro de los gatos. A menos que nos adentremos al mundo de la ficción, en donde podemos encontrar, por ejemplo, al libro “Yo soy un gato”, del escritor japonés Natsume Soseki “Yo soy un gato” es una novela escrita en la primera década del siglo XX que tiene como protagonista y narrador a un gato; un gato tenido en tan poco aprecio por sus dueños –y por todos aquellos que vivían en su vecindario– que ni siquiera tenía un nombre. A lo largo de la novela, el gato sin nombre describe su relación con los humanos –que podeos presumir no era del todo buena– y da una visión crítica de lo que ve a su alrededor.

Si bien la novela de Natsume Soseki es fascinante, no podemos esperar que arroje luz alguna sobre el funcionamiento de la mente de los gatos –y sí, en cambio, sobre la sociedad japonesa cien años atrás–. Si se incluye aquí es solamente para mencionar un relato, con un gato como protagonista, que equilibre de alguna manera en nuestro ánimo los aspectos negativos de la aparente indiferencia de los gatos –según Potter y Mill– hacia los humanos.

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