Hogar, dulce hogar

Un asunto de comida



La escritora norteamericana Pearl S. Buck, Premio Nobel de Literatura 1938, publicó en 1931 la novela “La buena tierra” con la que ganó el Premio Pulitzer un año después. En esta novela Buck relata la historia de Wang Lung, campesino chino que a base de trabajo, determinación y habilidad, logró superar la condición de pobreza en la que estaba sumido en su juventud hasta alcanzar un considerable bienestar económico en sus años maduros. En un determinado momento de su vida, sin embargo, una sequía prolongada provocó una hambruna que lo colocó en una situación desesperada y que hizo incluso que su esposa estrangulara a su hija recién nacida por no tener manera de alimentarla. Para huir de la catástrofe, Wang Lung decidió trasladarse en tren junto con su familia a una ciudad hacia el sur –cualquier similitud con situaciones que ocurren en nuestro País con la migración centroamericana no es mera coincidencia–, en donde sobrevivió trabajando de cochero tirando de un “rickshaw” y su familia pidiendo caridad.

La hambruna –ficticia– relatada en “La buena tierra” tiene, por supuesto, un sustento real –Pearl S. Buck vivió buena parte de su vida en la China previo a la revolución comunista de 1949– pues sabemos que este tipo de sucesos han sido algo recurrente en la historia de China y del mundo en general. La hambruna ocurrida en Irlanda a mediados del Siglo XIX, por ejemplo, provocó la muerte o el éxodo, a los Estados Unidos y a otras partes del mundo, de dos millones de irlandeses. En África las hambrunas son endémicas y el año pasado la región del Saheli, al sur del desierto del Sahara, sufrió de una escasez severa de alimentos que tuvo que ser paliada con ayuda internacional.

En las últimas décadas ha habido preocupación de parte de muchos especialistas por la posibilidad de que la población mundial haya ya sobrepasado, o lo haga en un futuro cercano, la capacidad del planeta para alimentarla y dotarla de un mínimo de condiciones de bienestar. Dado este caso, ocurrirían hambrunas que no serían ya fenómenos locales que pudieran aliviarse mediante migraciones –ya no tendríamos a donde ir– u otras medidas de ayuda por parte de los países ricos, sino que constituirían problemas básicamente sin solución.

La capacidad de la Tierra para albergar a la raza humana fue el tema de un simposio organizado por la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia durante su congreso anual llevado a cabo en Washington, D.C., en días pasados. El simposio reunió especialistas de universidades y organizaciones en los Estados Unidos y Gran Bretaña que trataron temas tales como la estimación de los miles de millones de personas que nuestro planeta puede mantener y si, como humanos, deberíamos buscar florecer o simplemente sobrevivir. Se consideraron también nuestras reservas de tierra para la producción de alimentos y la búsqueda de caminos para estabilizar la población mundial.

Se estima que la población mundial, que en estos momentos es de alrededor de 7,000 millones, alcanzará un máximo de 9,000 millones en el año 2050 y después empezará a descender –una gran proporción del incremento poblacional vivirá en países en desarrollo que están creciendo sustancialmente más rápido que los países desarrollados–. En 40 años el planeta tendría entonces que alimentar a 2,000 millones más de personas.

En realidad, si hemos de ser justos, serían más de 2,000 millones, pues los recursos del planeta están mal distribuidos –en algunos casos, muy mal distribuidos– entre los países desarrollados y aquellos en desarrollo, y es un hecho que una proporción significativa de los habitantes del mundo están alimentados de manera deficiente. Así, Jonathan Foley de la Universidad de Minnesota en los Estados Unidos, uno de los participantes en el simposio, considera que se tendría que doblar la producción mundial de alimentos en 40 años.

Foley duda, sin embargo, que esto sea posible y hace notar que la agricultura en la actualidad ya usa el 40 % de la superficie de la tierra cultivable y el 70 % del total de agua consumida. Genera, además, el 30 % de los gases de invernadero que se emiten a la atmósfera.

Pareciera ser entonces que, a menos que se desarrollen tecnologías agrícolas para hacer un uso más eficiente del agua de irrigación y de la tierra cultivable, así como para reducir la emisión de gases de invernadero a la atmósfera, las generaciones futuras tendrán que apretarse el cinturón.

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