El primer laboratorio científico de la historia

Enemigo mortal



Como sabemos, a mediados del Siglo XIV Europa sufrió una epidemia de peste bubónica conocida como la “Muerte Negra”. La bacteria que la causó llegó al continente europeo a bordo de un barco proveniente del Mar Negro, desembarcando por un puerto del sur de Italia. Una vez en tierra firme, la bacteria rápidamente se expandió hacia el norte, sembrando la muerte a su paso y llegando a Escandinavia en el curso de unos pocos años. Se estima que en la epidemia podría haber muerto hasta a un 50% de la población de Europa.

En los siglos que siguieron a la Muerte Negra se han dado de manera recurrente nuevas epidemias de peste bubónica. En 1665, por ejemplo, la Gran Plaga de Londres mató a 100,000 londinenses y provocó la huida de la ciudad de muchos de sus habitantes, incluido el Rey Carlos II de Inglaterra. Las bacterias que han producido las epidemias posteriores a la Muerte Negra, sin embargo, no han tenido la misma virulencia, particularmente las que circulan por el mundo en la actualidad.

Dada la mortalidad y rápida diseminación de la Muerte Negra, no es difícil entender que causara un gran terror entre la población, máxime cuando no se conocían ni sus causas ni su vía de trasmisión. Hoy sabemos que la peste bubónica es dispersada por ratas infectadas por la bacteria “Yersinia pestis” y que es trasmitida a los humanos mediante la picadura de pulgas parásitos de aquellas. En la Edad Media no tenían este conocimiento, en particular, no sabían de la existencia de las bacterias ni de su papel como agentes infecciosos. De este modo, difícilmente hubieran podido descubrir la cadena de trasmisión de la enfermedad que llevaba de las ratas a los humanos.

Así, dieron por buenas algunas explicaciones sobre el origen de la epidemia que hoy nos parecen absurdas. Creían, por ejemplo, que la enfermedad se debía a los malos olores en el aire y que podían prevenirla eliminándolos del ambiente. O bien, y esto debió resultar todavía más atemorizante, que podía haber contagio por medio de la vista. Había también explicaciones más sofisticadas, como aquella ofrecida por un grupo de sabios al Rey Felipe VI de Francia según la cual la epidemia tenía su origen en la conjunción de Marte, Júpiter y Saturno ocurrida el 20 de marzo de 1345.

Nos es ahora claro que dichas explicaciones sobre el origen de la Muerte Negra están muy lejos de la verdad y de ninguna manera nos sorprende que las medidas que en su tiempo se tomaron para prevenirla o curarla hayan resultado por lo general en un rotundo fracaso.

En contraste, en la actualidad sabemos lo suficiente acerca de las enfermedades infecciosas y en particular acerca de la bacteria “Yersinia pestis”, como para que ésta no constituya ya un peligro mayor. El conocimiento que se tiene sobre dicha bacteria, además, se incrementa a medida que avanzan las investigaciones, llevadas a cabo a veces con técnicas que hasta hace pocos años se hubieran antojado casi mágicas.

Como un ejemplo de esto, el pasado miércoles 12 de octubre, un grupo internacional de investigadores encabezado por Kristen Bos de la Universidad McMaster en Canadá y por Verena Schuenemann de la Universidad de Tübingen en Alemania, publicaron un artículo en la revista británica “Nature” en el que reportan la reconstrucción del genoma de la bacteria causante de la “Muerte Negra”. El material genético para el estudio de la bacteria –con más de seis siglos de antigüedad– fue obtenido de los dientes de víctimas de la epidemia enterradas en un cementerio de Londres, Inglaterra. Así, fue posible averiguar las intimidades de una bacteria seis siglos después de que provocara una mortandad.

Los resultados de la investigación referida muestran que las pestes actuales son provocadas por bacterias originadas en aquellas que provocaron la Muerte Negra, que sería de este modo la madre de todas las pestes. Además, los investigadores no encuentran grandes diferencias entre las bacterias medievales y las modernas que pudieran explicar la gran virulencia de aquellas en comparación con las actuales. La diferencia en este respecto debería ser entonces debida a causas externas a la bacteria misma, tales como las mejores condiciones de higiene y alimentación actuales, en comparación con las que prevalecían en la Europa medieval.

Además del Rey de Inglaterra, otro de los que salieron huyendo de la peste de 1665 en Londres fue Isaac Newton –considerado por muchos el más grande científico que ha existido– quien, al cerrar la Universidad de Cambridge por la epidemia se mudó a Whoolsthorpe, su pueblo natal, en espera de que pasara la contingencia. Ahí pasó dos años altamente fructíferos –según él los más productivos de su vida– en los que desarrolló ideas y teorías que resultaron de gran trascendencia para el desarrollo posterior de la ciencia. Así, en este caso la peste bubónica tuvo una contribución positiva.

No obstante, aun viéndola por su lado bueno, es claro que la peste bubónica no es de ninguna manera nuestra amiga y no podemos sino congratularnos de que hoy en día no constituya un peligro mayor.

Comentarios