El primer laboratorio científico de la historia

Recuerdos para olvidar



¿Recuerda usted cuándo usó por vez primera un procesador de textos o bien supo de su existencia? Para quien esto escribe el recuerdo del primer contacto con una de estas herramientas, que tanto ha facilitado la escritura de todo tipo de textos, se pierde en la noche de los tiempos. Esto, ciertamente, resulta una expresión exagerada, en tanto que el horizonte temporal de la noche de los tiempos para los procesadores de textos no pasa de ser apenas de unas tres décadas. Tres décadas que, sin embargo, han sido suficientes para hacernos olvidar que existió un tiempo en que estos procesadores no existían y que escribir un texto, y sobre todo hacerle correcciones, era complicado, al menos en comparación con los tiempos actuales.

Esto, por otro lado, no resulta sorprendente, pues a lo bueno es fácil acostumbrarse. Como nos hemos acostumbrado –igualmente en poco tiempo– a la medicina moderna, la cual nos ha librado de la amenaza de numerosas enfermedades que en el pasado asolaron a la población del mundo. Un hito en este sentido fue, como sabemos, el descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928, y su aplicación para combatir infecciones bacterianas llevada a cabo por Howard Florey, Ernst Chain y Norman Heatley en la Universidad de Oxford.

La penicilina fue usada por primera vez por Florey y colaboradores con fines terapéuticos en la persona de Albert Alexander –de 43 años de edad y de profesión policía–, quien se había rasguñado en la boca con la espina de una rosa cuando trabajaba en su jardín. Como resultado del rasguño, a Alexander le vino una infección severa que lo llevó a perder un ojo y lo puso al borde de la muerte al extendérsele a los pulmones.

Dado que el caso era desesperado, Alexander se convirtió en candidato para experimentar con la penicilina, lo cual era arriesgado pues no se conocían los efectos secundarios que podría tener en los humanos. Después de que se le administró una primera dosis, el paciente experimentó una mejoría y le cedió la fiebre. Desafortunadamente, una dosis no fue suficiente y dado que no disponía de más penicilina, la infección regresó y Alexander murió a los pocos días.

Hoy en día, gracias a los antibióticos, no esperaríamos morir por el rasguño de la espina de una rosa; hace siete décadas esto no estaba garantizado, como lo pudo atestiguar Albert Alexander.

Los antibióticos nos han dado un margen de seguridad contra las infecciones bacterianas que han ocasionado numerosas epidemias y cobrado numerosas víctimas a lo largo de la historia del mundo. Una de las más famosas, durante la cual habría muerto un tercio de la población de Europa, es la epidemia de peste bubónica llamada Muerte Negra ocurrida en el siglo XIV. Según los expertos, la epidemia penetró al continente europeo por el sur de Italia, transportada desde Asia por barcos mercantes.

En el número de esta semana de la revista “Science” se incluye un artículo en el que se describe un estudio que está llevando a cabo un grupo de investigadores encabezado por el antropólogo Clark Spencer Larsen de la Universidad Estatal de Ohio en los Estados Unidos, en la Abadía de San Pedro, cerca de Pisa, Italia. La investigación se centra en las numerosas tumbas que se encuentran alrededor de esta abadía, cuya antigüedad abarca un periodo de mil años, entre los siglos XI y XIX. El estudio tiene como objetivo averiguar tanto como sea posible acerca de las víctimas, incluyendo su lugar de procedencia, los alimentos que consumían, las diferencias de alimentación entre clases sociales, las enfermedades que sufrían y las causas de su muerte.

Entre las tumbas, los investigadores esperan encontrar algunas pertenecientes a víctimas de la Muerte Negra. Un estudio de los esqueletos por medio de diferentes técnicas, tales como la tomografía computarizada tridimensional y el análisis de isótopos de los dientes, les permitirá determinar la cepa del patógeno con que fueron infectados. Averiguarán también su estado de nutrición y si de manera concurrente sufrían de otra enfermedad como la tuberculosis, lo que les hubiera debilitado y hecho más susceptibles al ataque del bacilo de la peste bubónica.

Además, según los investigadores, dado que los muertos enterrados en la Abadía de San Pedro se habrían encontrado entre las primeras víctimas de la epidemia, por encontrarse cerca del punto de entrada del bacilo al continente, una comparación del patógeno que les provocó la muerte, con cepas encontradas en otras partes del norte de Europa, les dará indicios de los modos de propagación de la epidemia.

Los expertos no tienen la certeza de que fue lo que hizo tan mortífero al bacilo de la Muerte Negra. Cualquiera que haya sido, la razón se esconde –esa sí– en la noche de los tiempos. Confiemos, no obstante, en que las técnicas analíticas de investigación moderna podrán en algún momento penetrar la oscuridad nocturna y desvelar un misterio de siete siglos.

En tanto esto sucede, confiemos también en que ya nunca más alguien pueda de manera irremediable morir por un rasguño de una espina de rosa y que este recuerdo se pierda definitivamente en la noche de los tiempos. Como se han perdido, por cierto, las máquinas de escribir.

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