Hogar, dulce hogar

Cien millones de años a. C.



Posiblemente los pterodáctilos no sean tan famosos o llamen tanto la atención como los tiranosaurios o los brontosaurios, que se cuentan entre los favoritos de los niños, pero sin duda no dejan de tener su encanto. Así, tienen, por ejemplo, una aparición destacada en la novela “El Mundo Perdido” de Arthur Conan Doyle –creador de Sherlock Holmes– publicada en 1912. Aparecen también, aunque quizá con un papel menos destacado, en la película homónima del cine mudo, basada en dicha novela y estrenada en el año de 1925.

En su novela, Conan Doyle describe una expedición encabezada por un profesor Challenger a una meseta perdida en la selva amazónica, en la que habían supuestamente sobrevivido dinosaurios y otros animales extinguidos hace ya mucho tiempo. Esto incluía a pterodáctilos con alas de seis metros de extensión. En un pasaje de dicha novela, cuando los exploradores se acercaron a un nido con crías de pterodáctilo, fueron atacados por una bandada de ejemplares adultos salvándose por poco.

Según la descripción del novelista, del nido emanaba “un horrible, mefítico y rancio hedor que nos daba náuseas”, al mismo tiempo que los feroces machos, “parados cada uno en su propia roca, absolutamente inmóviles salvo por el rodar de sus ojos rojos”, más parecían “ejemplares muertos y disecados que seres llenos de vida”. En seguida, los pterodáctilos empezaron a volar en círculos cada vez más cerrados sobre los exploradores terminando por atacarlos.

Pero fue hacia el final de la novela que Conan Doyle concede a los pterodáctilos una actuación estelar. Esta se desarrolló en el Instituto de Zoología de Londres, cuando, ante una audiencia incrédula de sus hallazgos en la selva amazónica, Challenger libera de manera teatral a una cría de pterodáctilo que habían logrado llevar hasta ahí. Con tan mala suerte, sin embargo, que la cría logra escapar por una ventana del recinto perdiéndose para siempre.

Los pterodáctilos reales, sin embargo, no tenían el enorme tamaño que les atribuía Conan Doyle. Por el contrario, según se lee en la Wikipedia, no pasaban de medir un metro y medio con las alas abiertas. No es el caso, por otro lado, de los azdárquidos, parientes de los pterodáctilos y también reptiles voladores. Esto es particularmente cierto del llamado Hatzegopteryx, cuyos restos fósiles fueron originalmente descubiertos en 1991. Según el paleontólogo Mark Witton de la Universidad de Portsmouth en el Reino Unido, estos animales llegaban a tener una envergadura de diez a doce metros –lo que es equivalente a la envergadura de una avioneta Cessna– y un peso de 220 kilogramos.

De acuerdo con Witton, el Hatzegopteryx vivió hacia el final del periodo cretácico –que se empezó hace 145 millones de años y terminó hace 66 millones de años– en la isla de Hateg, en lo que hoy es territorio de Rumania. Durante el cretácico la isla de Hateg estaba separada del resto de Europa por aguas profundas y en estas condiciones la fauna en la misma evolucionó de manera aislada. Esto llevó al desarrollo de especies enanas tal como ha sucedido en otros lugares con condiciones similares. Al mismo tiempo, la falta de depredadores habría permitido al Hatzegopteryx evolucionar hasta proporciones gigantescas.

En un articulo aparecido la semana que hoy termina en la revista “PeerJ”, Mark Witton y Darrel Naish de la Universidad de Southampton en el Reino Unido, conjeturan que, a diferencia de otros azdárquidos gigantes, de 4-5 metros de altura y cuello cercano a los tres metros de largo pero relativamente delgado, los Hatzegopteryx habrían tenido un cuello de sólo un metro y medio de largo pero mucho más musculoso. Esto les habría permitido ejercer una fuerza con las mandíbulas considerablemente mayor que la que habrían podido ejercer sus parientes más esbeltos. Así, los investigadores concluyen que los Hatzegopteryx estaban notablemente bien dotados para la caza mayor y, de hecho, habrían sido los mayores depredadores de la isla de Hateg.

Sin duda tendría que haber sido aterrador el que nos atacara un reptil volador de varios metros de alto, más de 200 kilogramos de peso, una enorme mandíbula en forma de pico y alas extendidas por más de diez metros. Lo habría sido tanto como encontrarse de frente con un T. Rex. Visto de esta manera, posiblemente estemos siendo injustos con los Hatzegopteryx, a los que quizá debamos colocar junto a los tiranosaurios como los animales más terroríficos que han existido sobre la faz de nuestro planeta y darles así la atención que merecen.

Y para ser consecuentes con lo anterior, también debemos dar a Conan Doyle el crédito correspondiente.

Aunque, pensándolo bien, quizá debamos esperar un poco a que haya más descubrimientos fósiles del Hatzegopteryx, pues para concluir que éste era un depredador así de formidable, Naish y Witton se apoyaron solamente en una sola vertebra del cuello del animal, la única que ha sido descubierta hasta ahora.

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