El primer laboratorio científico de la historia

Un craso error



Según nos enseñaba el texto de geografía universal de la escuela primaria que cursamos hace más de medio siglo, las razas humanas se distinguen fundamentalmente por el color de la piel. Así, había razas blanca, negra, amarilla y roja, estas últimas en referencia a los pueblos del lejano oriente y del continente americano, en forma respectiva. No era difícil entender la diferencia entre las razas negra y blanca si se atendía a las figuras que acompañaban al texto en las que, por una lado, se mostraba a una persona de tez clara, con la barba bien cuidada y vestido a la usanza europea y, por el otro lado, a una persona de tez muy oscura y semidesnudo. En contraste, con todo y el correspondiente dibujo ilustrativo, era más difícil imaginar a un individuo con la cara amarilla. Y no se diga roja, dado que todos en el salón de clase éramos nativos del continente americano.

Todo lo anterior, por supuesto, respondía una visión eurocéntrica del mundo, según la cual la raza blanca, nativa del continente europeo, era superior a todas las demás que estaban caracterizadas por un color de piel diferente al suyo. Habría que reconocer que la indudable superioridad tecnológica de Europa con respecto al resto del mundo en el siglo XIX dieron argumentos para proclamar que la raza blanca era superior a todas las demás. En la circunstancias actuales, sin embargo, en la que estamos siendo testigos de ascenso económico y tecnológico de los países del lejano oriente, dichos argumentos han perdido por completo su eficacia.

Ciertamente, desde un punto de vista tecnológico y económico no hay argumentos que sustenten la supuesta superioridad blanca. Y tal pareciera que no los hay tampoco desde el punto de vista de la genética, si hemos de creerle a un artículo publicado esta semana en la revista “Science” por un grupo internacional de investigadores encabezado por Sarah Tishkoff de la Universidad de Pensilvania.

En su artículo, Tishkoff y colaboradores reportan los resultados de un estudio genético llevado a cabo con nativos de Etiopía, Tanzania y Botsuana pertenecientes a diversas etnias. El objetivo del estudio fue el de identificar genes que afectan la pigmentación de la piel.

Como sabemos, el color de la piel está determinado por la presencia del pigmento melanina en la epidermis, de modo que a más alto nivel de melanina más oscuro es el color de la piel. La piel oscura de los pueblos africanos se ha explicado en función del nivel de protección que dicha piel proporciona en contra de la radiación ultravioleta del Sol. En África este nivel es alto dada su situación geográfica y en consecuencia la piel de los africanos evolucionó hacia altos niveles de melanina. En contraste, las poblaciones que emigraron de África hacia el continente europeo encontraron allí menores niveles de radiación ultravioleta perdiendo la piel su color oscuro original en favor de un color pálido, ventajoso para la producción de vitamina D.

No obstante, Tishkoff y colaboradores consideran que dicha explicación es insuficiente pues entre los africanos dicho color varía grandemente, siendo marcadamente oscuro entre los pueblos del área que comprende Sudán y Chad, y mucho más claro entre los San que habitan en el sur de África. Así, los investigadores razonan que tiene que haber un efecto genético adicional.

Para determinar el color de la piel y de éste el nivel de melanina, Tishkoff y colaboradores midieron la cantidad de luz reflejada por la piel de un grupo de 2094 voluntarios africanos con una amplia diversidad genética y étnica. De la misma manera, llevaron a cabo un estudio genético con 1570 personas escogidas de entre aquellas a las que le fue cuantificado el nivel de melanina. Como resultado de su estudio, los investigadores identificaron 8 variantes en el genoma africano que influencian fuertemente el color de la piel, algunas oscureciéndola y otras aclarándola.

Tishkoff y colaboradores encontraron también que algunas variantes genéticas que determinan el color de la piel están presente en poblaciones fuera de África. Y, con relación a esto, y de manera sorprendente, encontraron dos genes que afectan el color de la piel, del pelo y de los ojos en la población europea, que están también presentes y activos en la población San del sur de África, de piel relativamente clara. Dichas variantes genéticas se habrían desarrollado en África hace cerca de un millón de años, cuando la aparición de nuestra especie estaba aun muy lejana en el tiempo.

En base a sus resultados Tishkoff arguye que usar el color de la piel para clasificar a los humanos no tiene más validez que usar para este propósito otra característica como sería la altura. En particular, la raza africana, caracterizada por un determinado color de la piel, no existe como concepto, dada la gran la variedad de tonalidades de piel que es posible encontrar en África.

Los racistas y supremacistas blancos han estado y están de este modo en un craso error. Después de todo, la piel blanca en último término resulta de una adaptación al medio. En efecto, como apunta Sarah Tishkoff, si rasuramos a un chimpancé –que se separó de nuestra línea evolutiva hace unos seis millones de años– encontraremos que tiene la piel pálida, pues no necesita de melanina para protegerse de los rayos solares.

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