El primer laboratorio científico de la historia

Parientes no tan lejanos



El 6 de septiembre de 1856, en el diario de Elberfeld, ciudad alemana cercana a Dusseldorf, apareció la siguiente noticia: “En el vecino valle de Neander, en las así llamadas “Rocas”, se llevó a cabo un sorprendente descubrimiento en días recientes. Durante la demolición de los acantilados de piedra caliza, lo cual no puede ser lo suficientemente lamentado desde el punto de vista estético, se descubrió una cueva, que en el curso de los siglos había sido cubierta con sedimentos arcillosos. Después de excavar en dichos sedimentos, se descubrió una costilla humana que sin duda habría pasado sin ser notada y perdida de no haber sido, afortunadamente, por el Dr. Fuhlrott de Elberfeld quién aseguró e investigó el descubrimiento”. Todo esto según Friedmann Schrenk y Stephanie Muller en su libro del año 2005 “Los Neandertales”.

El descubrimiento de Fuhlrott tuvo una enorme trascendencia científica. Ésta, sin embargo, no fue evidente para los editores del diario de Elberfeld, los cuales, según la Wikipedia, complementaron su nota con frases -no incluidas en la cita de Schrenk y Muller- que le añadieron un considerable colorido. Así, escribió el diario de Elberfeld: “Después de examinar el esqueleto, de manera precisa, el cráneo, se descubrió que el individuo pertenecía a la tribu de los Cabezas Planas, los cuales aún viven en el Oeste Americano y de los cuales se han encontrado varios cráneos en el alto Danubio y en Sigmaringen. Quizá el descubrimiento pueda aclarar si el esqueleto pertenece a uno de los primitivos habitantes de Europa central o bien si simplemente se trata de uno de los hombres de las hordas vagabundas de Atila”.

En realidad, lejos de pertenecer a un miembro de la tribu de los Cabezas Planas o de las hordas de Atila, los restos descubiertos por Fuhlrott, ahora sabemos, pertenecieron a un individuo de la especie Neandertal, el cual habría muerto hace unos 40,000 años. En comparación con nuestra especie, los Neandertales eran de corta estatura y más corpulentos, tenían un cerebro más grande, un cráneo más alargado, y arcos superciliares prominentes, rasgos que reflejaban los fósiles del valle de Neander.

Haber descubierto que en el pasado existió una especie similar a la nuestra, pero al mismo tiempo con diferencias significativas, constituyó, por supuesto, una gran sorpresa. De hecho, algunos se negaron a aceptarlo. Por ejemplo, para el anatomista y fisiólogo alemán Franz Mayer, los restos descubiertos por Fuhlrott eran los de un cosaco ruso que murió durante la guerra de liberación contra Napoleón. Pronto, sin embargo, fue evidente que se trataba de una nueva especie, la cual fue bautizada como “Homo Neanderthalensis” en 1864.

Quizá, de manera esperable, en la medida en que nos enteramos de que en algún momento tuvimos un competidor como especie, la reacción natural fue la de asumir que tenía una inteligencia muy pobre en comparación a la nuestra. Después de todo, los neandertales se habían extinguido mientras que nosotros seguíamos aquí, sobre la superficie del planeta. Poco a poco, sin embargo, se ha revelado que no necesariamente fue así y que los neandertales no eran de ningún modo estúpidos. Podían incluso pensar de manera simbólica.

Un artículo aparecido esta semana en la revista “Science Advances” arroja luz con respecto a esto último. Dicho artículo fue publicado por un grupo internacional de investigadores, encabezado por Antonio Rodríguez-Hidalgo del Instituto de Evolución en África, Madrid, España, y en el mismo se presenta un análisis de una falange de la pata izquierda de un águila, la cual fue recuperada del sitio conocido como Cueva Foradada en Cataluña, España. Dicha falange muestra marcas características que indican que fueron hechas para separar la garra de la pata del águila, presumiblemente para usarla como dije en un collar.

Es sabido que los neandertales en Europa hicieron uso de las garras de águila para fabricar collares para usarlos como ornamentos. Los resultados de Rodríguez-Hidalgo y colaboradores muestran, por primera vez, que dicho comportamiento simbólico se extendió hasta la península Ibérica, que fue el último reducto de los neandertales en Europa antes de su extinción hace unos 40,000 años.

El artículo de Rodríguez-Hidalgo y colaboradores añade evidencia sobre las capacidades cognitivas de los neandertales, particularmente sobre su capacidad para pensar en forma simbólica, lo que los coloca en una posición elevada en el proceso evolutivo de las especies del mundo. Dicha posición, por otro lado, ha ido mejorando en la medida en que se han desarrollado técnicas cada vez más sofisticadas para estudiar el pasado. Así, sabemos ahora que tenemos un antecesor común con los neandertales, y que éstos convivieron con nuestros ancestros e incluso se cruzaron y produjeron descendientes fértiles, de modo que los genes neandertal están entre nosotros. Sabemos también que enterraban a sus muertos y que producían obras de arte.

De haber sabido todo esto, los europeos del siglo XIX con seguridad se hubieran choqueado. Después de todo, aun para los especialistas era difícil desembarazarse de los prejuicios raciales propios de una época en la que Europa dominaba al mundo. Así, si para un europeo del siglo XIX era obvia la superioridad de la raza blanca por sobre las demás razas del mundo, era impensable que una especie diferente -que no raza diferente- les hubiera podido hacer sombra alguna.

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